Las artes del espacio Jacques Derrida
Entrevista de Peter Brunette y David Wills realizada el 28 de abril de 1990, en laguna Beach, California, publicada en: Deconstruction and Visual Arts, Cambrige University Press, 1994, cap I, pp. 9-32. Edición digital de Derrida en castellano.
D. W.: Empecemos con una pregunta indiscreta, una pregunta acerca de su competencia. Más de una vez ha hablado de lo que denomina su «incompetencia» en varios ámbitos de su trabajo. Por ejemplo, en una entrevista con Christopher Norris [en Architectural Design, 59, 1989], se declara «técnicamente incompetente» en arquitectura; y en nuestras discusiones sobre cine afirma lo mismo. Lo que en absoluto le ha impedido escribir sobre un amplio número de parcelas que están fuera de su formación. Es como si usted quisiera definir los límites de lo que aporta en cada dominio sin saber exactamente dónde situar tales límites.
Procuraré que mis respuestas sean muy directas. En primer lugar, cuando afirmo que soy incompetente lo digo con franqueza, con toda sinceridad, porque es cierto: no sé mucho sobre arquitectura y mis conocimientos sobre cine son muy corrientes y generales. Me gusta mucho el cine; he visto un buen número de películas, pero en comparación con quienes conocen la historia del cine y su teoría, soy incompetente, lo digo sin falsa modestia. Lo mismo me ocurre con la pintura, e incluso aún más con la música. Con respecto a otros campos podría sostener lo mismo con idéntica sinceridad. Me siento también muy incompetente en los campos literarios y filosóficos, aunque la naturaleza de mi incompetencia sea aquí diferente. Mi formación es filosófica, por tanto no puedo afirmar seriamente que sea incompetente en ese terreno. Sin embargo, me siento bastante inerme cuando me enfrento a la obra de un filósofo, incluso a la de aquellos filósofos que he estudiado profundamente. Pero éste es otro tipo de incompetencia.
De hecho, por lo que se refiere a mi competencia en filosofía, he logrado inventar cierto programa, cierta matriz de investigación que me permite empezar formulando la pregunta acerca de la competencia en términos generales; es decir, inquirir cómo la competencia se forma, cómo se desarrollan los procesos de legitimación e institucionalización, en todos los terrenos, para luego avanzar en los diferentes campos no sólo admitiendo mi incompetencia, muy sinceramente, sino también planteando la cuestión de la competencia. Es decir, qué es lo que define los límites de un campo, los límites de un corpus, la legitimación de las preguntas, etc.
Cada vez que me enfrento con un territorio que es extraño para mí, uno de mis intereses o investigaciones se refiere precisamente a la legitimación del discurso: con qué derecho uno habla, cómo está constituido el objeto. Cuestiones que, en realidad, son filosóficas en su origen y estilo. Incluso si dentro del campo de la filosofía he trabajado para elaborar problemas deconstructivos con respecto a aquello, tal deconstrucción de la filosofía lleva consigo un cierto número de preguntas que pueden ser formuladas en diferentes terrenos. Además, siempre he intentado descubrir lo que libera a un terreno determinado de la autoridad filosófica. Es decir, he aprendido de la filosofía que es un discurso hegemónico, estructuralmente hegemónico, que considera a todas las demás regiones discursivas dependientes de él. Y mediante recursos de deconstrucción de ese gesto hegemónico podemos empezar a ver en cada territorio, bien el que llamamos psicología, lógica, política, bien el de las artes, la posibilidad de emanciparse de la hegemonía y autoridad del discurso filosófico.
Por ello, cada vez que me acerco a un trabajo literario, a una obra pictórica o arquitectónica, lo que me interesa es esa misma fuerza deconstructiva respecto a la hegemonía filosófica. Es como si esto fuera lo que dirigiese mi análisis. En consecuencia se puede encontrar siempre el mismo gesto por mi parte, aunque siempre intento respetar la singularidad de una obra. Ese gesto consiste en encontrar, o por lo menos buscar, lo que en ese trabajo representa su fuerza de resistencia a la autoridad que el discurso filosófico ejerce sobre él. La misma operación puede ser encontrada o reconocida en los diferentes discursos que he desarrollado respecto a obras particulares; hasta ahora siempre he intentado hacerlo respetando la firma de, por ejemplo Artaud o, digamos, Eisenman.
Ya que estamos iniciando una entrevista sobre las «artes visuales», se dará más importancia por supuesto a la cuestión general de las artes espaciales, porque la resistencia a la autoridad filosófica puede ser producida en el seno de una cierta experiencia del especializar, del espacio, donde puede producirse la resistencia a la autoridad filosófica. En otras palabras, la resistencia al logocentrismo tiene una mejor oportunidad de aparecer en este tipo de arte. (Por supuesto, también entonces tendríamos que preguntarnos qué es el arte). Todo resulta excesivo para la competencia: es una incompetencia la que da o intenta darse una cierta prerrogativa, justamente la de hablar dentro del espacio de su propia incompetencia.
Pero es necesario decir también -podría ser una especie de precaución general para todo lo que vendrá después- que personalmente nunca he tomado la iniciativa de hablar sobre cualquier cuestión en estos terrenos. Cada vez que lo hago, se debe a que he sido invitado a hacerlo; porque, debido a mi incompetencia, nunca habría tomado la iniciativa de escribir acerca de, por ejemplo, arquitectura o dibujo, a menos que una ocasión o una invitación lo hubiesen originado. Lo señalo por todo lo que he hecho; no creo que alguna vez haya escrito algo si no he sido en cierto modo incitado a ello. Por supuesto, podría preguntarme entonces: ¿qué es una provocación?, ¿quién le provoca? Bueno, hay cierta mezcla, cierto encuentro entre el azar y la necesidad.
P. B.: Y ¿cómo se siente ahora que su trabajo ha comenzado a acercarse al Derecho, al cine o la arquitectura? ¿Tiene recelo acerca de cómo su pensamiento -esto es, la deconstrucción- se ha visto alterado, modificado en algún sentido?
Es muy difícil precisarlo. Existe un proceso de realimentación, pero cada vez se produce de forma diferente. No puedo encontrar una regla general para ello; en cierto sentido me sorprende. Me siento, por ejemplo, un poco sorprendido por el hecho de que los esquemas deconstructivos puedan ponerse en juego o ser investidos en problemáticas que me son ajenas, sea en arquitectura, cine o teoría legal. Pero mi sorpresa es sólo una sorpresa a medias, porque al mismo tiempo el programa, como yo lo percibí o como lo concebí, lo hacía necesario. Si alguien me hubiera preguntado hace veinte años si pensaba que la deconstrucción podría interesar a personas en campos que me eran ajenos, tales como la arquitectura o la ley, mi respuesta hubiera sido que sí, que era absolutamente indispensable, pero al mismo tiempo nunca hubiera supuesto que llegara a suceder.
De manera que ahora, cuando lo encuentro, experimento una mezcla de sorpresa y de no sorpresa. Sin duda, estoy obligado, a partir de cierto punto, no a transformar, sino más bien a ajustar mi discurso; y en cualquier caso a responder, para comprender lo que está sucediendo. Lo cual nunca es fácil. Por ejemplo, en lo referente a la teoría legal, leo algunos textos, la gente me hace comentarios, pero al mismo tiempo no la conozco desde dentro; veo algo de lo que está ocurriendo en los «estudios legales críticos», puedo seguir la línea externa de lo que está ocurriendo en ese campo. Y cuando leo su trabajo sobre cine, lo entiendo, pero al mismo tiempo sólo pasivamente; no puedo reproducirlo o escribir acerca de ello, por ejemplo.
Siempre me siento al margen de tales cuestiones, y esto me frustra -es realmente imposible para mí ser competente en ese trabajo- pero a la vez lo que me gratifica es que esté siendo realizado por personas propiamente competentes, y que hablan desde dentro de un terreno específico, con sus propias aportaciones y sus propias relaciones con la naturaleza de ese terreno, con su situación político-institucional. Así, lo que hace está determinado en su mayor parte por las aportaciones específicas de su campo intelectual y también por toda clase de cuestiones relacionadas con la escena americana, con su perfil institucional, etc. Todo esto me resulta extraño, y me sitúa al margen de ciertas cuestiones, pero al mismo tiempo es extremadamente tranquilizador y gratificante, puesto que se está realizando un verdadero trabajo. Estoy apartado de esa tarea, pero ésta se realiza en otros ámbitos.
D. W.: Para ampliar esta discusión, permítame preguntarle sobre uno de sus textos que más admiro, La tarjeta postal, y sus relaciones con la tecnología; no tanto sobre la relación entre tecnología y el pensamiento de Heidegger como sobre lo que dice en «Envois» y en otros sitios, por ejemplo, sobre la alta tecnología. Por ejemplo, cada vez que oigo hablar de un virus de ordenador y leo cómo más y más programas están hechos para defenderlos contra tales ataques, me perece que tenemos un ejemplo de logocentrismo en toda su obstinada existencia enfrentado con lo que podríamos denominar la inevitabilidad de un destino. Y aunque los universitarios han visto ahora, por ejemplo, el fundamental lado arquitectónico de su trabajo, creo que aún queda todo ese área de las relaciones entre pensamiento y comunicación, en su sentido más básico, en que sus ideas apenas han empezado a ser consideradas. ¿Qué añadiría acerca de esto?
Sí, tiene razón. Resulta paradójico, pero este problema está mucho más íntimamente conectado con mi trabajo. A menudo me digo a mí mismo, y lo debo haber escrito en algún sitio -estoy seguro de que lo hice-, que todo lo que he realizado, para resumirlo muy brevemente, está dominado por la idea de virus, lo que podría llamarse una parasitología, una virología, donde el virus sería muchas cosas. He escrito acerca de esto en un reciente texto sobre las drogas [«Rhétorique de la drogue», Points de suspension]. En parte, el virus es un parásito que destruye, que introduce desorden dentro de la comunicación. Incluso desde el punto de vista biológico, esto es lo que sucede con un virus; hace descarrilar un mecanismo de tipo comunicativo, su codificación y decodificación. Por otro lado, es algo que no está ni viviendo ni no-viviendo; el virus no es un microbio. Y si se siguen estos dos hilos, el de un parásito que altera el destino desde un punto de vista comunicativo -modificando la escritura, la inscripción, y la codificación y decodificación de la inscripción- y que por otro lado no está ni vivo ni muerto, se tiene la matriz de todo lo que he hecho desde que empecé a escribir. En ese texto aludo a la posible intersección entre el SIDA y el virus de ordenador como dos fuerzas capaces de alterar un destino. Donde se relacionan, uno no puede por más tiempo seguir las pistas, ni las de sujetos, ni aquellas de deseo, ni las sexuales, etc. Si seguimos la intersección entre el SIDA y el virus de ordenador como lo conocemos ahora, tenemos los datos para comprender, no sólo desde un punto de vista teórico sino también desde un punto de vista sociohistórico, lo que significa una desorganización de todo absolutamente en el planeta, incluidas las agencias de policía, el comercio, la armada, las cuestiones de estrategia, etc. Todas esas cosas encuentran entonces los límites de su control, así como la extraordinaria fuerza de esos límites. Ocurre como si todo lo que he estado sugiriendo durante los últimos veinticinco años estuviera prescrito bajo la idea de destinerrancia [destinerrance]..., el suplemento, el fármaco, todo lo indecidible -todos son lo mismo. Esto también se traduce, no sólo tecnológicamente sino también tecnológico-poéticamente.
P B.: Hablemos de la idea de «presencia» del objeto visual, en pintura, escultura, y arquitectura, lo que podría denominarse un sentimiento de presencia. En «+R» [La vérité en peinture] se refiere a la pintura como algo que deja sin aliento, que es extraño a todo discurso, que somete al supuesto mutismo de la cosa misma, que restaura en un silencio autoritario un orden de presencia. ¿Existe alguna clase de presencia fenomenológica en el objeto visual de la que las palabras carezcan? ¿Quizá el cine sea un área intermedia porque supone una especie de presencia, como un objeto visual, aunque tiene que ser leído, como se leen las palabras?
Esas son cuestiones difíciles y profundas. Sin duda, el trabajo espacial del arte se presenta a sí mismo como silencio, aunque su mutismo, que produce un efecto de presencia plena, puede ser interpretado como siempre de modo contradictorio. Pero primero déjeme distinguir entre mutismo y, cabría decir, taciturnidad. Taciturnidad es el silencio de algo que puede hablar, mientras que llamamos mutismo al silencio de una cosa que no puede hablar. Ahora bien, el hecho de que una obra de arte espacial no hable puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, está la idea de su mutismo total, la idea de que es totalmente ajena o heterogénea a las palabras, y aquí podemos reconocer un límite, a partir del que ejerce resistencia contra la autoridad del discurso, contra la hegemonía discursiva. Existe en tal obra de arte muda un lugar auténtico en donde -y desde cuya perspectiva- las palabras encuentran su límite. Y de este modo, acercándonos a este lugar podemos, en efecto, observar a la vez una debilidad y un deseo de autoridad y hegemonía por parte del discurso, especialmente a la hora de clasificar las artes: por ejemplo, en términos de la jerarquía que hace que las artes visuales estén subordinadas a las artes discursivas o musicales.
Pero por otra parte, y esto es el contrapunto de la misma experiencia, siempre podemos referirnos a la experiencia que nosotros, como seres hablantes -y no digo «sujetos»-, tenemos de estas obras silentes, porque siempre podemos recibirlas, leerlas o interpretarlas como discursos en potencia. Es decir, que estas obras silenciosas son, al mismo tiempo y en realidad, muy locuaces, pues están llenas de discursos virtuales. Y desde ese punto de vista la obra muda se convierte en un discurso aún más autoritario, se convierte en el verdadero lugar de una palabra que es la más poderosa por su silencio, y que encierra, al igual que un aforismo, una virtualidad discursiva que es infinitamente autoritaria, en cierto sentido teológicamente autoritaria.
Se puede decir, pues, que el mayor poder logocéntrico reside en el silencio de una obra, y que la liberación de esta autoridad reside en el lado del discurso, un discurso que va a relativizar las cosas, va a emanciparse a sí mismo negándose a arrodillarse ante las autoridades representadas por la escultura o la arquitectura. Es esa misma autoridad la que intentará de algún modo aprovecharse, en primer lugar, del poder infinito de un discurso virtual -siempre hay más que decir y somos nosotros quienes le hacemos hablar cada vez más- y, en segundo lugar, del efecto de una presencia intocable, monumental e inaccesible. En el caso de la arquitectura esta presencia es casi indestructible, o en todo caso pretende serlo, crea el efecto abrumador de una presencia que habla. Hay, pues, dos interpretaciones, y uno siempre se encuentra entre las dos, bien sea cuestión de escultura, bien de arquitectura o pintura.
Ahora bien, el cine es un caso muy particular. Primero porque este efecto de presencia se complica por la existencia del movimiento, de la movilidad, de secuencialidad, de temporalidad; y segundo porque la relación con el discurso es muy complicada, y eso sin mencionar la diferencia entre el cine mudo y el cine sonoro, porque incluso en el cine mudo la relación con la palabra es muy complicada. Si existe una especificidad en este medio cinemático evidentemente es ajena a la palabra. Eso significa que incluso el cine más locuaz supone una reinscripción de la palabra dentro de un elemento cinemático específico no dominado por la palabra. Si existe algo específico en el cine o en vídeo -sin mencionar tampoco las diferencias entre el vídeo y la televisión- es la manera en que el discurso se pone en juego, se inscribe o se sitúa, en principio sin dominar a la obra.
Desde esta perspectiva, en el cine podemos encontrar los medios para repensar o refundar todas las relaciones entre la palabra y el arte silencioso, tal y como llegaron a establecerse antes de su aparición. Antes del cine existían la pintura, la arquitectura y la escultura, y dentro de ellas se podían encontrar estructuras que habían institucionalizado la relación entre lo discursivo y lo no discursivo en el arte. Si la llegada del cine permite algo completamente novedoso es la posibilidad de jugar con las jerarquías de otra manera. Y aquí no me refiero al cine en general, porque existen prácticas cinematográficas que reconstituyen la autoridad del discurso, mientras que hay otras que intentan hacer cosas más parecidas a la fotografía o a la pintura; y todavía otras más que juegan de distintas maneras con las relaciones entre el discurso, la discursividad y la no discursividad. Dudaría en hablar de cualquier arte, pero sobre todo del cine, desde este punto de vista.
Creo, con respecto a lo que acaba de decir sobre el discurso y el no discurso, que probablemente hay una mayor diferencia entre distintas obras y distintos estilos de obras cinematográficas que entre el cine y la fotografía. En tal caso, es probable que estemos tratando con formas artísticas muy distintas incluso dentro del mismo medio tecnológico -si definimos al cine por su aparato técnico- de modo que acaso no exista una homogeneidad en el arte cinematográfico. No sé lo que opina, pero creo que un método cinemático determinado puede estar más cerca de cierto tipo de literatura que de otro método cinemático. Entonces debemos preguntarnos si se puede identificar un arte -suponiendo que podemos hablar de cine como si supiéramos lo que es el arte- a partir del medio técnico que utiliza, es decir, a partir de un aparato como una cámara que tiene la capacidad de hacer ciertas cosas que no pueden lograrse con la escritura o la pintura. ¿Es esto suficiente para identificarlo como arte, o al final la especificidad de una película determinada depende menos del medio técnico y más de su afinidad con una obra literaria determinada, incluso más que con otra película? No lo sé. Para mí, estas preguntas carecen de respuesta. Aunque, al mismo tiempo, siento firmemente que no se debe menospreciar la importancia del instrumento cinematográfico.
P. B.: ¿Qué respondería a alguien reacio a aplicar la deconstrucción a las artes visuales, alguien que opinara que está bien para las palabras, para lo escrito, porque lo que está ahí nunca es lo que está significado, mientras en un cuadro todo está siempre ahí y entonces no se puede aplicar la deconstrucción?
Para mí eso sería una absoluta malinterpretación. Casi sostengo la opinión contraria: que la deconstrucción más efectiva es la que no se limita a los textos discursivos y ciertamente no a los textos filosóficos, incluso aunque personalmente, y por motivos relacionados con mi propia historia -hablo de mí mismo como un agente cualquiera entre tantos otros agentes del trabajo deconstructivo- me encuentro más cómodo con los textos filosóficos y literarios... Puede ser que exista más afinidad entre cierta formalización teórica general de la posibilidad deconstructiva y el discurso. Pero, y lo he dicho repetidas veces, la deconstrucción más efectiva es la que trata de lo no discursivo, o con instituciones discursivas que no tienen la forma de un discurso escrito. Deconstruir una institución supone un discurso, por supuesto, pero también implica algo muy distinto de lo que se llama textos, libros, cierto discurso firmado o las enseñanzas particulares de alguien. Y más allá de una institución, de la institución académica por ejemplo, la deconstrucción está funcionando, nos guste o no, en campos que no tienen nada que ver con lo que es específicamente filosófico o discursivo, bien la política, el ejército, la economía, bien todas las prácticas denominadas artísticas que son, o al menos parecen ser, no discursivas, ajenas al discurso.
Ahora bien, como no puede existir ninguna cosa, y particularmente ningún arte, que no esté textualizado -en el sentido que yo le doy a la palabra texto, que va más allá de lo puramente discursivo- el texto existe en cuanto la deconstrucción se dedica a los campos llamados artísticos, visuales o espaciales. Existe texto porque siempre hay al menos un poco de discurso dentro de las artes visuales, y también porque aunque no haya discurso, el efecto del espaciamiento implica ya una textualización. Por ello, la expansión del concepto de texto es estratégicamente decisiva. Y ni siquiera las obras de arte más vehementemente silenciosas pueden evitar ser atrapadas en una red de diferencias y referencias que les confieren una estructura textual. Tan pronto como existe una estructura textual, aunque no voy a ir tan lejos como para decir que la deconstrucción está allí, tampoco está fuera de ella por lo demás, ya no está en otro sitio. En cualquier caso, para ser categórico, la idea de que la deconstrucción debería limitarse al análisis del texto discursivo -y sé que esta idea se halla muy difundida- es, en realidad, o un gran malentendido o una estrategia política diseñada para limitar la deconstrucción a los asuntos del lenguaje. La deconstrucción empieza con la deconstrucción del logocentrismo, y por tanto, querer restringirla a los fenómenos lingüísticos es la más sospechosa de las operaciones.
P B.: El efecto de presencia que siempre me impresiona, y que quizás sea totalmente propio de la pintura, refleja la presencia del cuerpo del artista; por ejemplo, en la textura de las obras de Van Gogh. Cuando veo un Van Gogh inmediatamente siento su cuerpo, en una forma que no encuentro en la escritura. En cualquier «trazo», en cualquier pincelada, existe cierta presencia del artista. ¿No es así?
Entiendo lo que quiere decir y comparto totalmente esa sensación. Como una cuestión de hecho, debo añadir que tampoco el cuerpo está ausente para mí cuando leo a Platón o Descartes. Reconozco como evidente que el cuerpo aparece ahí en un sentido distinto: cuando vemos un cuadro de Van Gogh, el modo en que la obra está impregnada del cuerpo de Van Gogh es irrefutable, y creo que esta referencia a lo que usted llama «cuerpo» forma parte de la obra misma y de la experiencia de la obra. Pero ciertamente yo no lo interpretaría del mismo modo. Creo que existe una innegable provocación que podemos identificar en lo que Van Gogh ha pintado y firmado, y que es tanto más violenta e innegable por cuanto éste no se halla presente. Eso significa que el cuerpo mismo de Van Gogh que impregna sus obras está lo más violentamente implicado e inserto en el momento de pintar porque no está presente durante el acto, porque el cuerpo mismo se escinde o, digamos, se rompe por la no presencia, por la imposibilidad de identificarse consigo mismo, de ser simplemente Van Gogh.
Y así, lo que yo llamaría el cuerpo -me alegro de hablar sobre el cuerpo desde este punto de vista- no es una presencia. El cuerpo es, cómo decirlo, una experiencia en el sentido de la palabra más móvil [voyageur]. Es una experiencia de contexto, de disociación, de dislocaciones. Veo a un Van Gogh dislocado, a alguien que se disloca al realizar algo. Me refiero a Van Gogh en términos de firma -y no hablo de firma en el sentido de que aparezca añadido su nombre, sino en el sentido de que él firma mientras pinta-, y mi relación con la firma de Van Gogh es algo extremadamente violento tanto para él como para mí, porque también arrastra a mi propio cuerpo -supongo que cuando usted habla del cuerpo se refiere también al suyo propio- y a algo extremadamente ineluctable, innegable y apasionado. Estoy entregado al cuerpo de Van Gogh como él estaba, arrebatado por la experiencia. Incluso más entregado, porque ninguno de aquellos cuerpos está presente.
La presencia significaría la muerte. Si la presencia fuera posible, en el sentido pleno de un ser que es ahí donde está, que se aparece pleno ahí donde está, si esto fuera posible, no existirían ni Van Gogh ni la obra de Van Gogh ni la experiencia que nosotros podamos tener de su obra. Si todas estas experiencias, obras o firmas son posibles, se debe al hecho de que la presencia no ha logrado estar ahí y aparecer convocada plenamente ahí. O, si quiere, el tener lugar, el «estar ahí», sólo existe a partir de esta obra hecha de trazos que se disloca a sí misma.
Dado que una obra se define por su firma, mi experiencia de la firma de Van Gogh es posible sólo si yo mismo la refrendo, la confirmo, es decir, si mi cuerpo a cambio se ve inserto en ella. Esto no ocurre en un instante; es algo que puede continuar, que puede comenzar de nuevo; existe el enigma de lo residual, de lo que queda; la obra permanece. Pero ¿dónde? ¿Qué significa permanecer, en este caso? La obra está en un museo; me espera. ¿Qué relación existe entre lo original y lo no original? No hay otra pregunta que sea más tópica ni más seria, a pesar de lo que pueda parecer. Pero no puedo ocuparme de ello ahora. En cualquier caso, el problema es diferente para cada «arte». Y esta especificidad estructural en la relación original / reproducción podría proporcionarnos -al menos en la hipótesis que yo ofrezco- el principio de una nueva clasificación de las artes. Estas cuestiones, como bien sabe, rompen con la categoría de presencia como es habitualmente entendida. Imaginamos que el cuerpo de Van Gogh está presente, y que la obra está presente, pero esto es sólo un intento provisional e inseguro de estabilizar las cosas; refleja una ansiedad y una incapacidad para hacerlas coherentes.
¿Como formularía usted la misma pregunta con respecto al cine? En el caso de Van Gogh podemos decir que hay una obra aparentemente inmóvil, que cuelga en un museo, esperándome, y que el cuerpo de Van Gogh está ahí, etc. Pero en el caso de una película, la obra es esencialmente cinética, cinemática, y por tanto móvil. El firmante aparece mediado por una larga serie de personas, máquinas y actores (que también firman la obra), y es difícil saber de quién es el cuerpo con el que tratamos cuando vemos la película. En cuanto a Van Gogh podemos afirmar que él era el individuo con su pincel, pero en el caso del cine, ¿cuál es el equivalente, dónde está el cuerpo en este caso?
P B.: ¿Y cuál sería el equivalente del tipo de efecto de firma que usted investiga en la pintura para, por ejemplo, la poesía de Francis Ponge, así en Signéponge?
Obviamente, lo que a primera vista parece distinguir la problemática de la firma en las obras literarias o discursivas es que en tales obras lo que llamamos normalmente firma es un acto discursivo, un nombre en el sentido habitual de la palabra «firma» [signature], un nombre que pertenece al discurso, aunque ya he mostrado que en realidad el nombre propio ya no pertenece al lenguaje. Cumple una función en el sistema lingüístico, como uno más de sus elementos, pero como un cuerpo extraño. Sin embargo, es algo que se pronuncia, que puede ser transcrito en signos fonéticos, y que parece tener relaciones privilegiadas con los elementos del discurso. Por otra parte, en un trabajo pictórico, por ejemplo, o en una obra escultórica o musical, la firma no puede estar a la vez dentro y fuera de la obra.
Ponge puede jugar con su nombre dentro y fuera de un poema, pero en una escultura la firma es ajena a la obra, como lo es en la pintura. En música es más complicado, porque se puede jugar con la firma, ésta se puede inscribir, como lo hizo, por ejemplo, Bach. Se puede transcribir el equivalente al nombre en la obra, al igual que Bach escribió su nombre con las letras que representan las notas. De modo que uno puede firmar la obra musical desde dentro, como Ponge firma con su nombre desde dentro de un poema. En el caso de la pintura, no es posible. Hay casos en que los pintores incluyen la firma en sus obras, pero no en el lugar en el que normalmente se firma, sino jugando con el exterior. Pero aún se tiene la sensación de que es un cuerpo extraño, de que es un elemento de textualidad o discursividad dentro de la obra. Es aparentemente heterogéneo; no podemos trasladar la problemática de la firma literaria al campo de las artes visuales.
De todos modos, para mí el efecto de la firma no se puede reducir al efecto de autoría. Podemos decir que la firma existe siempre que una obra determinada no se limita a sus contenidos semánticos. Volvamos a la obra literaria y a la firma como acto de compromiso. Se necesita hacer algo más que escribir el nombre para firmar [signer]. En un impreso de inmigración, se escribe el nombre y después se firma. Así, firmar es algo más que escribir el propio nombre. Es una acción, un «performativo» por el cual uno se compromete con algo, por el que uno confirma, refrenda de un modo efectivo, que uno ha hecho algo -eso está hecho, y soy « yo» quien lo ha hecho. Esa efectividad es totalmente heterogénea; es un recordatorio exterior a cualquier cosa que tenga significado en la obra. Aquí hay una obra -y yo lo afirmo, yo lo confirmo. Hay un «estar ahí» de la obra que es más o menos el conjunto de los elementos semánticos analizables. Ha tenido lugar un acontecimiento.
Por tanto, aparecerá una firma cada vez que ocurra un acontecimiento, cada vez que haya una producción de obra, cuyo acontecer no se limita a aquello que pueda analizarse semánticamente. Esta es su significancia: una obra que es más de lo que significa, que está ahí, que permanece ahí. Por lo tanto, desde este punto de vista, la obra entonces tiene un nombre. Recibe un nombre. Del mismo modo que la firma del autor no se limita al nombre del autor, la identidad de la obra no estará necesariamente identificada con el título que recibe en el catálogo. Se le ha dado un nombre, y este nombramiento tiene lugar sólo una vez. Así existe una firma para cada obra de arte espacial o visual, que finalmente no es otra cosa que su propia existencia, su «tener lugar», su existencia no presente, la de la obra como huella, como permanencia [restance]. Esto significa que uno puede repetirla, revisarla, reseñarla, caminar en torno a ella: está ahí. Está ahí; e incluso si no significa nada, incluso si no está agotada por el análisis de sus significados, de su temática y semántica, ella está ahí como un añadido a todo eso. Y este exceso provoca obviamente un discurso hasta el infinito; en ello consiste el discurso crítico. Una obra es siempre inagotable desde ese punto de vista.
En consecuencia no debería confundirse la firma ni con el nombre del autor ni con la autoría, ni con el tipo de obra, pues la firma no es otra cosa que el acontecer de la obra en sí misma, puesto que atestigua en cierto modo -aquí vuelvo a lo que decía sobre el cuerpo del autor- el hecho de que alguien hizo algo, y eso es lo que allí queda. El autor está muerto; todavía no sabemos quién es él o ella; pero eso permanece. Sin embargo, y aquí está implicado el problema político-institucional en su integridad, ello no puede ser refrendado, es decir, ratificado como firma, a menos que haya un espacio institucional en el cual la obra pueda ser recibida, legitimada, etc. Es necesario que exista una «comunidad» social que diga que esto ha sido hecho -aún no sabemos por quién, ni sabemos lo que significa- y vamos a ponerlo en un museo o en un archivo; vamos a considerarlo como una obra de arte. Sin este refrendo y esta «contraseña» [contreseing] política y social, no habría obra de arte, no habría firma.
En mi opinión, no hay firma antes de ser confirmada [contresigné], lo que depende de la sociedad, las convenciones, las instituciones, del proceso de legitimación. Luego no existe la obra firmada [signé] antes de ser suscrita, contrasellada [contresigné]. Y eso funciona incluso para las más extraordinarias obras maestras, como las de Miguel Ángel por ejemplo. Si no hay autentificación, la firma no existe. Lo que significa que la contramarca precede a la marca. La firma no existe antes de ser confirmada.
D. W.: ¿Entonces no hay obras sin firma?
No.
D. W.: ¿La idea de obra representa una especie de confirmación?
Por completo. Hay obras no firmadas en el sentido convencional del término, es decir, obras producidas por autores anónimos. La sociedad reconoce que la autoría es, a veces, desconocida; no sabe quién es el sujeto que ha realizado la obra. Eso es verdad. Pero tal obra existe sólo desde el momento en que está firmada, en que se dice que ahí existe una obra. Existe una firma -no sabemos cuál, no sabemos el nombre de la persona que lo realizó- aunque la obra por sí misma atestigua una firma. Pero es sólo el testimonio de una firma si se parte de ese acto confirmativo que consiste en que la gente llega y decide que ahí hay algo interesante, sea un templo, un cuadro o una película.
P. B.: Sí, los historiadores de arte medieval y renacentista gastan mucho tiempo intentando establecer el corpus en términos de autoría, y éste tiene que ser refrendado por la institución de la historia del arte antes de que se pueda decir qué es, qué implica la obra de Miguel Ángel, por ejemplo.
Pero esa tarea de atribución de una obra sólo puede comenzar después de que los interesados o los destinatarios la hayan identificado como una obra que merece ser atribuida, y se la considere ya como obra firmada. No sabemos por quién, pero ya está firmada porque la hemos aprobado, confirmado. De lo contrario, si no la reconocemos, si afirmamos que no es interesante y la dejamos de lado -lo que puede ocurrir, lo que debe haber ocurrido- en ese punto la cuestión se acaba, ahí no hay firma. Pues todo empieza con el confirmante [contresignataire], con el receptor, con lo que llamamos el receptor. El origen de la obra reside, en última instancia, en el destinatario, que no existe aún, pero que está ahí donde empieza la firma. En otras palabras, cuando alguien da su firma a una obra tenemos la impresión de que la firma es su iniciativa, que es ahí donde comienza: que él o ella produce una cosa y luego la firma. Pero esa firma ya ha sido producida por el futuro perfecto de la contraseña que habrá de venir para rubricarla. Cuando yo firmo por vez primera, significa que escribo algo que quedará únicamente marcado si los destinatarios llegan a contramarcarlo, a corroborarlo. Luego la temporalidad de la firma es siempre este futuro perfecto que instintivamente politiza la obra, que la entrega al otro, a la sociedad, a la institución, a la posibilidad de la firma.
Y creo que aquí es necesario decir «política» e «institución» y no simplemente «alguien otro», porque si existiese uno sólo, si hipotéticamente existiese sólo un confirmante, entonces no existiría la firma. Esto nos lleva de lo privado a lo público. Una obra sólo puede ser pública, no existe una obra privada. Supongamos que yo firmo algo, una carta por ejemplo: un posible destinatario la recibirá y la suscribirá, pero no será una obra hasta que una tercera persona, la «sociedad» entera, la haya confirmado en un sentido virtual. No basta sólo con dos. No sé si estará de acuerdo, pero para mí no existen obras de arte privadas, y lo que acabamos de analizar de la firma tiene que ocurrir en un espacio público y por tanto político. Sin embargo, acaso sea verdad que este concepto de «publicidad» [publicité] no pertenezca ya a una oposición rigurosa entre lo público y lo privado.
D. W.: Lo que escribe sobre la fotografía, la pintura y la arquitectura a menudo depende de la palabra, o más bien de una palabra. Por ejemplo, al principio de «Right of Inspection» [Art & Text, 32, 1989] hay una voz que afirma: sólo me interesan las palabras; después otra voz objeta: no haces otra cosa -y bueno, no sabemos quién es este tú- no haces más que desarrollar un léxico. Podemos establecer este léxico fácilmente: el juego de palabras en «(de)part(ed)» en aquel texto, por ejemplo; el «ahora» en el trabajo sobre Bernard Tschumi [«Point de folie - maintenant l'architecture», Psyché]; el «subjetil» en su trabajo sobre Artaud [«Forcener le subjectile»]. Entonces ¿cuál es el lugar de lo no verbal en su discurso? Tengo la impresión, por lo que ha dicho, que tiene mucho que ver con la idea de mutismo, pero del mismo modo que en su texto sobre Laporte [«Ce qui reste a force de musique», Psyché] habla del efecto musical como de «un resto que no puede ser asimilado por ningún tipo de discurso» ¿Cómo encajar todo esto?
Es necesario responder en dos planos. Es verdad que sólo me interesan las palabras. Por razones que en parte tienen que ver con mi propia historia y mi propia arqueología, es verdad que mi dedicación al lenguaje es más fuerte, más antigua, y me entretiene más que mi dedicación a las artes plásticas o espaciales. Sabe bien que yo amo a las palabras. Mi mayor deseo es expresarme con palabras. Para mí la palabra incorpora el deseo y el cuerpo; para mí la relación del cuerpo con las palabras es tan importante como lo es con la pintura. Y esa es mi historia, la historia de mis intereses e impulsos.
A menudo se me reprocha que sólo me gustan las palabras, que sólo me interesa mi propio léxico. Lo que yo hago con ellas es hacerlas estallar para que lo no verbal aparezca en lo verbal. Es decir, hago funcionar las palabras de tal manera que en un momento dado dejen de pertenecer al discurso, a lo que regula el discurso: de ahí mi uso de homónimos, de palabras fragmentadas, de nombres propios que esencialmente no pertenecen al lenguaje. Tratando las palabras como nombres propios desorganizamos el orden usual del discurso, la autoridad de la discursividad.
Y si amo a las palabras es también por su capacidad de escapar de su forma propia, o bien porque me interesan como cosas visibles, como letras que representan la visibilidad espacial de la palabra o como algo musical o audible. Es decir, también me interesan las palabras, paradójicamente, por lo que tienen de no discursivas, en lo que pueden ser utilizadas para hacer explotar al discurso. Eso es lo que ocurre en textos como los que alude; no siempre, pero en la mayoría de mis textos existe un punto en el que la palabra funciona de una forma no discursiva. De repente desorganiza el orden y las reglas, pero no gracias a mí. Yo presto atención al poder que las palabras (y también a veces las posibilidades sintácticas), tienen para trastornar el uso normal del discurso, el léxico y la sintaxis.
Todo esto funciona naturalmente a través del cuerpo de un lenguaje. Es evidente que con una palabra como subjectile [proyectil subjetivo] sólo puedo producir, mejor dicho reconocer, los efectos de la desestabilización dentro de la lengua francesa. O al menos yo doy prioridad al francés. Por una parte me gusta mucho el francés y me apoyo enormemente en él, mientras por otra parte maltrato al francés de una manera particular hasta ponerlo fuera de sí. Así que me explico a mí mismo con los cuerpos de las palabras; y creo que sólo se puede hablar verdaderamente del «cuerpo de una palabra» teniendo en cuenta las reservas ya mencionadas en el sentido de que hablamos de un cuerpo que no está presente a sí mismo. Me interesa el cuerpo de una palabra en la medida en que no pertenece al discurso.
Por tanto, estoy realmente enamorado de las palabras, y como alguien enamorado de ellas, las trato siempre como cuerpos que contienen su propia perversidad (palabra que no me gusta totalmente, porque es demasiado convencional); o, mejor, su propio desorden regulado. En cuanto esto ocurre, el lenguaje se abre a las artes no verbales. Por ello, sobre todo al abordar la pintura y la fotografía, me arriesgo a aventuras verbales como en «subjetil» [subjetivo sutil y proyectil] y como en buen número de veces en «Right of Inspection». Cuando las palabras empiezan a enloquecer de esta manera y dejan de comportarse correctamente respecto al discurso es cuando tienen más relación con las demás artes. Y, a la inversa, esto nos revela que las artes aparentemente no discursivas, como pueden ser la fotografía y la pintura, corresponden a una escena lingüística. Tales palabras se relacionan con el material de su firmante: esto es evidente en el caso de Artaud, incluso en el caso del fotógrafo Plissart. Hay palabras que funcionan en ellos, lo sepan ellos o no; pues están precisamente en el proceso de dejarse construir por tales palabras.
D. W: Por ir un poco más lejos, hablemos de música, un arte predominantemente no verbal. Me doy cuenta de que todavía no ha escrito hada sobre música, pero tengo la impresión de que la discusión de la palabra «ven» que propone en De un tono apocalíptico adoptado antaño en filosofía posee una profunda resonancia musical. No se me ocurre ninguna otra forma de describirlo. Me pregunto si no está hablando de una especie de fuerza musical en esa palabra.
En cierta forma -aquí mi respuesta será un poco ingenua- la música es mi objeto de deseo más intenso, aunque, al mismo tiempo, me está completamente vedada. No tengo competencia en este campo, pues carezco de cultura musical alguna. Por tanto mi deseo se mantiene paralizado totalmente. En este terreno tengo incluso más miedo que en ningún otro de decir cosas sin sentido... Pero debo añadir que la tensión en lo que leo y escribo, y el tratamiento que le doy al análisis de algunas palabras, probablemente tiene algo que ver con cierta sonoridad no discursiva, aunque no estoy seguro de si la llamaría musical. Desde luego, tiene que ver con el tono, con el timbre, con la voz. Tiene que ver con la voz, porque, contrariamente con el tópico más extendido, nada me interesa más que la voz. Una voz no discursiva si se quiere, pero voz al fin y al cabo.
Así pues, y dado que menciona la palabra «ven», me da la impresión de que lo que estaba intentando decir es que lo que cuenta en la palabra «ven» no es la semántica, el concepto de «venir»; sino que el pensamiento de «venir» o la acción misma pueda precisamente depender de la pronunciación, del proferimiento [profération], de una llamada performativa, y que es algo que no se agota en el significado. Dirigiéndome al otro -pues ese «venir» afecta siempre a otro- digo «ven», y me estoy refiriendo a un acontecimiento que no se puede confundir con la palabra «ven», tal y como aparece en el lenguaje. Es algo que se podría reemplazar por un signo, por un «ah», por un grito, por algo que signifique «ven». En sí mismo no es una plena presencia, sino un diferencial, es decir, algo que se transmite a través del tono y de la gradación, de los intervalos de tonalidad. En realidad son esos intervalos, ese diferencial del tono que está ahí evidentemente, lo que me interesa.
Volviendo a la ingenuidad de mi respuesta le diré que, cuando escribo, lo más difícil, lo que me causa las mayores angustias, especialmente al principio, es encontrar el tono correcto. Mi problema más serio últimamente no consiste en decidir qué es lo que quiero decir. Cada vez que comienzo un texto, mi angustia, mi sensación de fracaso, vienen del hecho de que no soy capaz de establecer una voz. Me pregunto a mí mismo a quién me estoy dirigiendo, cómo voy a jugar con el tono, siendo el tono precisamente aquello que informa y establece la relación. No el contenido, sino el tono. Y dado que el tono no está nunca presente en sí mismo, siempre se escribe diferencialmente. El problema estriba siempre en la diferencia de tono. Existe un diferencial dentro de cada nota, pero cuando uno escribe un texto pensado para durar, tanto si es un texto discursivo como cinemático o de cualquier otro tipo, el problema es el del tono. De cambios en el tono.
Imagino que cuando escribo intento resolver mis problemas de tono buscando una economía -no se me ocurre ninguna otra palabra- una economía que consiste en pluralizar siempre el tono, en escribir en muchos tonos, de forma que no me permita a mí mismo reducirme a un solo interlocutor o un solo momento. Creo que, en el fondo, lo que más me interesa en los textos que leo y en los que escribo es precisamente eso. Todo ello merecería seguramente un análisis más profundo, pero en síntesis el asunto reposa justo ahí, en cómo se varía de tono, en cómo el tono se desplaza de una frase a otra. Este tipo de análisis raramente se lleva a cabo -no he leído muchos trabajos al respecto- pero sigue siendo una cuestión importante. Se trataría de un análisis de tipo pragmático, que no consistiría en determinar el significado, la tesis, el tema o el teorema de un texto, porque todo eso no es tan importante ni tan esencial. Lo que sí es importante es el tono, y saber a quién se está dirigiendo y para producir qué efecto. Obviamente puede modificarse de una frase a otra o de una página a la siguiente.
Y dado que me pregunta por mis textos, lo que finalmente tienen en común con las obras espaciales, arquitectónicas o teatrales es su acústica y sus voces. He escrito muchos textos con voces dispares, y la especialidad es visible en ellos. Hay distintas personas hablando, y esto a la fuerza implica una dispersión de voces, de tonos, que automáticamente producen espacialidad. Incluso cuando no está señalado en el texto por nuevos parágrafos, o por cambios gramaticales de persona, este tipo de efecto es evidente en muchos de mis textos: de pronto cambia la persona, se modifica la voz, y todo adquiere espacialidad.
Las reacciones de la gente, sus cambios de humor, positivos o negativos, sus rechazos o sus odios, probablemente se pueden explicar mejor en términos de tono y voz, más que en función del contenido de lo que digo en ese momento. Pueden soportar el hecho de que tome ésta o aquella postura, pero lo que realmente les provoca es esa espacialización. El hecho de que uno ya no sepa con quién está hablando, quién firma, de qué forma se ordena todo en el texto: eso es lo que les perturba, lo que inquieta. Y este efecto de espacialidad -tanto en mis textos como en los de los demás- algunas veces asusta aún más de lo que lo hacen los propios trabajos espaciales, porque incluso los trabajos espaciales que deberían producir este efecto todavía dan la impresión de algún tipo de ordenación.
Podemos imaginarnos una obra terrible, insoportable, amenazadora, pero todavía está dentro de un marco, o montada en un pedestal, o si es una película tiene principio y final; hay por lo menos un simulacro de ordenación, y en consecuencia la posibilidad de dominar la obra, algo que supone una protección para el espectador o receptor. Pero hay textos que carecen de principio y de fin, que dispersan sus voces, que dicen cosas dispares y que, como resultado, impiden esa ordenación. Uno puede escucharlas, pero no es capaz de controlarlas. Así ocurre con mi obra, y hay a quienes les gusta y a quienes no. Pero en mi opinión es siempre una cuestión de espacio, de lo indómito de la especialidad, y no sólo de la voz o de algo que hay en las voces.
D. W.: ¿Podría esta idea de tono estar relacionada con algo que tuviera que ver con las artes plásticas, con el problema de la belleza?
El problema de la belleza es tremendamente difícil. No lo sé. Normalmente podríamos evocar los discursos canónicos sobre la belleza y hablar de Kant, etc., pero no tendría ahora interés. Personalmente no soy capaz de tratar la belleza como un efecto separado, aunque soy sensible a ella, hablemos de ella dentro o fuera del arte. En ninguno de los dos casos puedo separarla de la experiencia del cuerpo, y por lo tanto de la experiencia del deseo; naturalmente, tiene entonces un carácter libidinal. Por la razón que acabo de mencionar, es probable que sea más receptivo ante lo que trabaja mediante la voz, ante la belleza de las tonalidades. Por esta razón, finalmente, debo decir -todavía en ese registro ingenuo- que raramente me sobrecoge la belleza de los trabajos pictóricos o arquitectónicos, no me entusiasman, pues. Rara vez me quedo sin aliento ante una pintura. En cambio, esto sí me ocurre a veces con la música o cuando oigo la palabra hablada o leo un texto -es decir, escuchando la voz- y a menudo me sucede en el cine, pero sólo en cuanto que el deseo labra la voz. Puede ocurrir en el cine mudo, pero sólo porque el cine mudo nunca es del todo realmente mudo.
Podría decir, entonces, que para mí la experiencia de la belleza, si existiese algo semejante, es inseparable de las relaciones con el deseo del otro, hasta el punto de que ello sólo funciona a través de la voz a través de algo que tiene que ver con las diferencias tonales. O, para ser más concreto, a través de la voz como algo que intensifica el deseo al máximo, porque justamente lo separa del cuerpo. Hay en la voz un efecto de interrupción, de suspensión. Uno puede hacer el amor con la voz, sin estar haciendo el amor. La voz separa. Luego se trata de aquello que hay en la voz que provoca el deseo; es una vibración diferencial que al mismo tiempo interrumpe, entorpece, impide el acceso, mantiene la distancia.
Para mí eso es la belleza. Hablamos de belleza cuando nos enfrentamos a algo que es a la vez deseable e inaccesible, algo que me habla, que me llama, pero que al mismo tiempo me está diciendo que es inalcanzable. Entonces puedo decir que es bello, que existe más allá, que tiene un efecto de trascendencia, que es inaccesible. Por consiguiente, que yo no puedo consumirlo: no es consumible, es una obra de arte. Esto es lo que define a la obra de arte: no ser consumible. Lo bello es algo que despierta mi deseo al decir precisamente ««no me consumirás». Por ello, toda obra de arte es una obra de duelo gozosa, incluso aunque no haya ni obra ni luto.
Al revés, si se trata de algo que puedo consumir entonces no es algo bello. Por esto tendría más problemas para decir que un cuadro o una pieza arquitectónica es bella. Podría decirlo, pero sin ser capturado por ninguno de ellos, no estaría conmovido por el mismo sentimiento de belleza. Sin embargo, puedo sentirme conmovido ante un discurso finito, donde aparecen seres que hablan, o incluso en el caso de textos, un poema por ejemplo, donde hay efectos de la voz que le invocan y se dan a sí mismos, pero rehusándose. Todo lo que puedes decir es que es bello, y que tú no eres responsable. Puede ocurrir sólo contigo -como sucedía con la firma- pero al mismo tiempo tú no tienes nada que ver con ello. Entonces es como si estuvieras muerto; ocurre sin ti. Hay una voz que sólo puede tener lugar gracias a ti, pero que te deja de lado. Eso es la belleza; es algo triste, doloroso. Podríamos tener, en un contexto distinto, una discusión más académica sobre la belleza, pero aquí estoy intentando decir algo nuevo.
P B.: En «Cincuenta y dos aforismos» [Psyché] habla mucho acerca de la relación de la arquitectura con el pensamiento o la reflexión, de la analogía entre el discurso y todo el arte espacial. ¿Qué opina de la relación de línea, forma y color con el pensamiento? Cuando dice «arte espacial» en lugar de «arte visual», ¿cambia algo? ¿Hay predominio logocéntrico del yo [I], del ojo [eye], en la visión negada cuando pone estas palabras en la esfera de lo espacial?
Seguramente hay un elemento de azar en mi uso de la palabra «visual» -la verdad es que no sé cómo ajustar mi discurso a sus expectativas-, pero es cierto de hecho que hablo de «espacial» con mayor facilidad que de «visual» . Debería dar la siguiente razón: es porque no estoy seguro de que el espacio esté esencialmente sometido a la mirada. Ciertamente, al decir artes espaciales me permite, de un modo económico y estratégico, relacionar estas artes con un cambio general de ideas respecto al espacio, la pintura, el discurso, etc., y también porque el espacio no es necesariamente aquello que es visto, como lo es para el escultor o el arquitecto, por ejemplo. Espacio no es sólo lo visible, sino algo que abarca incluso lo invisible; y esto nos remite al texto sobre la ceguera [Mémoires d’aveugle]. Lo invisible, para mí, no es sin más lo opuesto a la visión. Es difícil explicarlo, pero en ese texto intento demostrar que el pintor o el dibujante son ciegos, que ella o él escriben, dibujan o pintan como un ciego, que la mano que pinta o que dibuja es la mano de una persona ciega; que la suya es una experiencia de ceguera. De suerte que las artes visuales son también artes de la ceguera. Por esa razón prefiero hablar de artes espaciales, lo que me permite relacionarlas más adecuadamente con las nociones de texto, espacio, etc.
En cuanto a la otra parte de su pregunta, sin duda la palabra «pensamiento» no funciona para mí en su contexto normal, excepto que en algún momento yo pueda, como cuestión puramente utilitaria, emplearla en función de alguna distinción realizada en algún otro lugar entre pensamiento y filosofía. El pensamiento no se ve agotado por la filosofía. La filosofía es sólo un modo de pensamiento, y en la medida en que éste excede a la filosofía puede interesarnos aquí. Ello supone que existen artes espaciales, prácticas, que exceden a la filosofía, que resisten al logocentrismo filosófico y que no son simplemente naturales o, como algunos las llaman, animales: no son simplemente del orden de las necesidades inmediatas. En este punto, me parece necesario decir que ahí existe pensamiento, algo que produce sentido sin pertenecer al orden del sentido, que excede al discurso filosófico y que cuestiona a la misma filosofía, que potencialmente contiene un cuestionamiento de ésta, algo que va más allá de la filosofía.
Esto no significa que un pintor o un cineasta posean los medios para cuestionar la filosofía, pero sí que lo que ellas o ellos crean constituye la frontera de algo de lo que no se puede adueñar la filosofía. Y justo allí es donde hay pensamiento. De manera que cada vez que se produce un avance, una creación pictórica o arquitectónica, ya sea una obra particular, una nueva escuela o un estilo arquitectónico o una nueva clase de evento artístico, el pensamiento está presente, y no sólo en el sentido que acabo de describir. Todo ello concierne al pensamiento también en el sentido de la memoria de la historia y de la tradición de la obra, o del arte en general. Y eso no significa que los artistas, en efecto, conozcan la historia de su disciplina, o que los cineastas deban conocer la historia del cine, pero el hecho de que ellos inauguren algo, de que produzcan un tipo de obra que no hubiera sido posible hace, digamos, veinte años, supone que en sus trabajos la memoria de la historia del cine esté grabada, y por lo tanto sea interpretada: esto es también pensamiento. Lo que llamo pensamiento es precisamente eso: un estar interpretando. En ese sentido, cuando hablo de un trabajo de pensamiento en la arquitectura, lo que también puede aplicarse a la pintura o a las bellas artes, estoy haciendo una distinción entre pensamiento y filosofía. Me refiero a algo que excede a lo filosófico, algo no sólo del orden de un movimiento de tierras o de un instinto animal, sino más bien a la autointerpretación, a la interpretación de la propia memoria.
Lo que denomino pensamiento es un gesto polémico con respecto a las interpretaciones consolidadas, para las cuales la producción de una obra de arquitectura o cine es, si no natural, sí al menos ingenua en términos de la crítica o de los discursos teóricos, que serían esencialmente filosóficos. ¡Como si el pensamiento no tuviera nada que ver con la obra, como si ésta no pensase, como el teórico, el intérprete o el filósofo! Entonces, la idea es defender, de manera polémica, que el pensamiento está en la experiencia de la obra, que está incorporado a ella. Hay una provocación en pensar de parte de la obra, y esta provocación es irreductible.
Evidentemente, está cargada de significado porque asume demasiadas cosas, tales como la distinción heideggeriana entre filosofía y pensamiento. Utilizo los términos de Heidegger cuando afirmo que la filosofía sólo es un modo de pensar. Es casi una cita directa de la que me he apropiado; pero que, al mismo tiempo, empleo en un sentido que es antiheideggeriano. Para interpretar correctamente mi reflexión acerca del pensamiento arquitectónico es necesario, primero, comprender la referencia a Heidegger; y, segundo, comprender que el texto entero acerca de la arquitectura es antiheideggeriano. Es un argumento contra la idea heideggeriana del habitar, de la obra de arte como «habitación». Mi crítica a Heidegger a menudo comienza por su teoría de las artes espaciales. Pues pienso que la jerarquización de las artes que él establece en su discurso sobre el arte y la pintura, o sobre la poesía, repite un gesto filosófico clásico, que es exactamente aquel contra el que yo argumento. Por lo tanto, no es sólo un argumento contra Heidegger, que luego yo aplico al dominio del arte. En realidad, yo cuestiono a Heidegger en relación con los fundamentos de las artes espaciales, o empezando por la cuestión de las artes espaciales, particularmente con el dominio de la arquitectura y con lo que él defiende acerca del habitar.
D. W.: Volvamos a su texto sobre la fotografía, «Rights of Inspection». Me gustaría que se extendiera sobre lo que me contó una vez sobre el problema de su traducción, de que no fuese aceptada por un editor americano.
El problema de esa traducción es complicado. Primero, es un libro muy difícil de traducir, por su modo de jugar con las palabras francesas; pero es más que eso, porque trato de demostrar que las fotografías mismas proceden de una clase de juego implícito en francés que no es traducible, que es como si esta obra fotográfica pudiera ser producida sólo en el idioma francés; como si no sólo mi texto, sino también las fotografías fueran intraducibles. Me estoy acordando de lo que ocurrió en el caso de la versión japonesa del texto. Debido a las diferencias entre la alineación de izquierda a derecha de la escritura occidental y la progresión vertical, y de derecha a izquierda de los japoneses y debido al hecho de que una alineación similar de miradas ocurre tanto dentro de una fotografía como entre una foto y la siguiente, no era posible reproducir las fotos en un orden «correcto» en japonés. De hecho, el editor invirtió el orden original de las fotos, pero eso sólo confundió a los lectores japoneses, pues las miradas continuaban sin poder relacionar unas fotos con otras. De manera que lo que yo llamo la intraducibilidad del texto se hizo evidente en el caso japonés.
Así pues, en primer lugar, resulta difícil de traducir por lo que supone el texto en sí mismo. Aparte de esto, y de todos modos, si apareció en inglés sólo en Australia imagino que fue además por otras razones; no sé exactamente cuáles, aunque tengo formada una opinión después de haber hablado con algunas personas. Parece que, a pesar de todo, en el campo de las editoriales académicas americanas la «obscenidad» de las fotografías es un obstáculo. Quiero decir que mis editores americanos, las respetables editoriales universitarias, no quisieron publicar la obra ni asociar mi nombre con fotografías de amantes lesbianas, y por ello dijeron que la obra no les interesaba. Por ejemplo, una de las editoriales, mediante un intermediario que decía saber algo de fotografía, me comunicó que las fotos no eran interesantes. No sé en qué basaban sus valoraciones, si eran sinceros o no. No soy quién para juzgarlo. Quizá ese intermediario tuviera razón, pero la obra consistía en algo más que en las fotografías. En este caso se produjo un rechazo que no puedo explicar. Sólo puedo pensar que la resistencia a esta clase de imágenes en el campo de las editoriales académicas es mayor de lo que creía. Fui muy ingenuo, porque con la idea confusa que yo tenía sobre lo que está pasando en los Estados Unidos no se me ocurrió que prevaleciera aún este tipo de hipocresía. Desde este punto de vista, continúa siendo un país muy enigmático para mí. Coexiste un tipo de libertad casi sin trabas junto a las más ridículas prohibiciones morales; y tal vecindad es difícil de comprender.
P. B.: Me gustaría preguntarle ahora algo referente a la denominada negatividad de la deconstrucción. Al final de los «Cincuenta y dos aforismos» hace una llamada a la no destrucción de las cosas, a favor de la necesidad de encontrar algo afirmativo: «La ausencia de fondo de una arquitectura ‘deconstructiva’ y afirmativa puede causar vértigo, pero no supone el vacío, el resto abismal y caótico, el hiato de la destrucción». Usted apunta este lugar afirmativo en su obra, pero nunca lo nombra. ¿Puede ser nombrado?
No es un lugar; no es un sitio que exista realmente. Es un «ven»; es lo que llamo una afirmación que no es positiva. No existe, no es algo presente. Siempre distingo una afirmación de una posición positiva. De modo que es una afirmación muy arriesgada, incierta, improbable; escapa totalmente al espacio de la certidumbre.
Antes de desarrollar esta cuestión, y respecto a ese parágrafo, puedo decir que insisto en ese problema -en el texto sobre arquitectura- por dos razones: primero, porque de hecho la gente puede decir que una arquitectura deconstructiva es un absurdo, ya que la arquitectura consiste en construir. Luego es necesario explicar qué significa en el texto ese término, que la «arquitectura deconstructiva» se refiere precisamente a lo que ocurre en términos de gathering, de un estar juntos, de constituir una asamblea, también del ahora [maintenant] así como del mantenerse. La deconstrucción no consiste únicamente en disociar, desarticular o destruir, sino también en afirmar un cierto «estar juntos», un cierto ahora; la construcción es posible únicamente a partir de que los fundamentos, los cimientos mismos, hayan sido deconstruidos. Afirmación, decisión, invención, la llegada en torno al constructum no es posible a menos que la filosofía de la arquitectura, la historia de la arquitectura, los cimientos mismos, hayan sido cuestionados. Si los cimientos están seguros, no hay construcción ni existe una invención. La invención asume cierta indeterminación; asume que en un momento dado no haya nada. Ponemos cimientos sobre la base de la no cimentación. Así, la deconstrucción es la condición para la construcción, para la invención verdadera de una afirmación real que mantiene unido aquello que construye. Desde este punto de vista, sólo la deconstrucción, sólo una apelación a la deconstrucción, puede realmente inventar arquitectura.
El parágrafo citado ofrece, pues, una respuesta a quienes están aterrorizados por la idea de una arquitectura deconstructiva, a quienes la consideran ridícula; pero en segundo lugar, también supone una respuesta a los discursos dentro del campo arquitectónico que son un poco negativos, como el de Eisenman, por ejemplo. Se ha publicado hace poco [en Assemblage, 12, 1990] una carta que le escribí en relación con ello. En la discusión teorética de su obra él formula a menudo un discurso de la negatividad demasiado fácil: habla de la arquitectura de la ausencia, de la arquitectura de la nada. Y yo soy escéptico frente a los discursos de la ausencia y la negatividad. Esto también lo aplico a otros arquitectos, como Libeskind. Comprendo lo que motiva sus observaciones, pero no son lo suficientemente cuidadosas. Hablando de sus propias obras se inclinan demasiado a hablar de vacío, de negatividad, de ausencia, con un tono a veces teológico, incluso judeo-teológico. Ninguna arquitectura puede ser denominada judaica, por supuesto, pero la suya se apoya en un tipo de discurso judaico, elabora una especie de negatividad teológica en relación a la Arquitectura. Mi alusión debe ser entendida en este sentido.
Ahora bien ¿cómo se nombra esa positividad? No lo sé. Si lo supiera, nada hubiera ocurrido nunca. El hecho es que, a fin de que se movilice lo que de forma convencional llamamos deconstrucción, es necesaria esa llamada. Y dice: «ven». Pero ¿ven a dónde? No lo sé. De dónde proviene esta llamada y de quién, lo ignoro. Esto no significa simplemente que yo sea un ignorante; sino que hablamos de algo que es ajeno al conocimiento. A fin de que esa llamada exista, debe quebrarse el orden del conocimiento. Cuando podamos identificarla, objetivarla, reconocer su lugar, en ese momento ya no hay llamada. A fin de que exista una llamada y de que exista la belleza de la que antes hablamos deben sobrepasarse los órdenes de la determinación y del conocimiento. La llamada tiene lugar en relación con el no-conocimiento. Luego yo no tengo respuesta. No puedo decirle «es ésta». De verdad que no lo sé, pero este «no lo sé» no es resultado de la ignorancia o del escepticismo, ni de nihilismo ni de oscurantismo alguno. Este no-conocimiento es la condición necesaria para que algo ocurra, para que sea asumida una responsabilidad, para que una decisión sea tomada, para que tenga lugar un suceso.
Es necesario que seamos incapaces de contestar a esa pregunta y que cada acontecimiento -bien un evento en la vida de alguien o bien un evento tal como una obra de arte- tome su plaza donde no había plaza, donde no sabíamos que hubiese plazas, tenga lugar allí donde no hay lugar. Eso proporciona el lugar de un acaecer y es imprescindible que ese lugar no pueda ser conocido antes, que no sea programable. Después podemos imaginar o determinar los programas, podemos hacer los análisis. Si una forma de arte aparece en tal o cual momento es porque las condiciones históricas, ideológicas y técnicas lo hacen posible; pero sólo a posteriori podremos determinar ese lugar, como lugar donde era posible esperar la obra, que satisface nuestras «expectativas» , que está condicionada por una necesaria estructura de acogida.
Si pudiéramos hacer ese análisis en su integridad, sería porque nada habría ocurrido. Creo que es necesario siempre tener en cuenta las circunstancias históricas, políticas, económicas e ideológicas, analizarlas lo más posible incluyendo hasta la historia de cada forma específica de arte. Pero si el análisis de todas estas circunstancias es completo hasta el punto de que la obra aparece ahí solamente para cubrir un hueco, entonces es que no había obra. Si la obra existe es porque, incluso cuando todas las condiciones que podrían convertirse en objeto de análisis han sido halladas, todavía algo inesperado e ilocalizable ha ocurrido, algo a lo que llamamos firma, una obra si lo prefiere. Si se hubiesen localizado todas las circunstancias necesarias para producir, por ejemplo, En busca del tiempo perdido y pudiéramos analizar tales condiciones de forma general, y en cada caso concreto, y si de hecho ese análisis no necesitase ya la obra, es que entonces nada habría ocurrido. Si existe una obra, significa que el análisis de todas las circunstancias sólo sirvió, cómo decirlo, para hacer sitio en un lugar absolutamente indeterminado, a algo que es a la vez inútil, suplementario e irreductible, finalmente, a esas condiciones.
P. B.: Querría preguntar acerca del futuro de lo que cabría denominarse una práctica crítica deconstructiva alternativa. Parece que si se escribe siguiendo el modelo deconstructivo más convencional, se cae en algo académico, ya realizado antes. Pero si se escribe de un modo más personal, o más abandonado al azar o los hallazgos fortuitos, entonces los críticos se vuelven hostiles. Dicen que eso es demasiado narcisista, o que está bien cuando lo hace Derrida o lo hacía Barthes, porque ellos son Derrida y Barthes, pero que cuando otros lo hacen es autocomplacencia. Reconociendo el enorme peso institucional sobre el discurso, ¿piensa que hay algún futuro para esta clase de práctica?
Si existe «esta clase de práctica» entonces no tiene la menor oportunidad. Su futuro radica justamente en que la «práctica» sea transformada, desfigurada. Es obvio que si se somete a una fórmula normalizada e identificable, reconocida ya en un momento dado, entonces no debería tener futuro. Habría nacido muerta, muerta desde el inicio. Tiene oportunidades en la medida en que se mueva, en que logre transformarse, en que no sea inmediatamente reconocida. Deberíamos ser capaces de reconocerla, pero se requiere además que en el proceso de este reconocimiento ocurra otra cosa en sentido contrario, que surja como de contrabando. La gente debe ser capaz de reconocer y al mismo tiempo asumir que están tratando con algo que no pueden identificar totalmente, que hay en ello algo que ellos no conocen. Se asume y no se asume; no existe una ley general. Por decirlo en términos formalistas, propondría que se trata de una paradoja como la siguiente: las posibilidades de que equis -digamos la deconstrucción, pero podría ser cualquier otra cosa- prolifere y crezca son inversamente proporcionales al hecho de que se verifique su reconocimiento como tal equis, es decir, directamente proporcionales a su capacidad de producción de efectos que no podrían ser reproducidos de continuo por la deconstrucción. Por lo tanto, es algo que necesita ser transformado, desplazado.
P. B.: ¿Qué le parece el intento paralelo de Gregory Ulmer en su reciente libro Teletheory: Grammatology in the Age of Video [Nueva York, Routledge, 1989] para desarrollar una práctica crítica alternativa, que él denomina mystory?
Con respecto a Greg Ulmer, su obra me parece muy interesante, muy necesaria; abre un nuevo espacio que podemos evaluar de un modo distinto. Podemos evaluarlo con respecto a la deconstrucción -personalmente estoy incapacitado para hacerlo- o con relación a lo que yo he hecho, y la gente puede o no estar de acuerdo con ello. Pero es necesario además plantear una discusión autónoma acerca de esos objetos -televisión, telepedagogía u otros- y es obvio que tales cuestiones van a producir un nuevo discurso que un montón de gente, yo mismo incluido, no entenderemos. De hecho, no estoy seguro de haber comprendido a Greg Ulmer muy bien, o de haber trabajado lo suficiente sobre él como para saber lo que piensa. Lo veo desde lejos, como en boceto, como algo que en principio va más allá de mí. Y eso significa que el objeto llamado deconstrucción se ha movido hacia otro sitio y que bajo su nombre hay ya muchas cosas que están sucediendo y que no tienen nada que ver en un sentido estricto con esa palabra. Y que por lo tanto su objeto está siendo desplazado y deformado. Esa es justamente su condición de futuro. Si la deconstrucción va a tener futuro, es a condición de no ser más «eso», sino de producirse en otro lugar.
Es evidente que la producción de nuevas capacidades tecnológicas -en las comunicaciones, por ejemplo-, que a mí mismo nunca me hubiera sido posible imaginar, desplazará completamente las cosas. La situación política está cambiando radicalmente; lo mismo ocurre con los ordenadores, la biología, y con todo aquello que producirá a la fuerza discursos que no son totalmente trasladables a un código o lenguaje de la deconstrucción de hace veinte años, o de hace diez años, o del tiempo presente. Pertenece al futuro, por definición. Y si hay un futuro, es precisamente porque no podemos decir nada acerca de ello.
En la medida en que pueda predecirlo, a partir de lo que tengo a mano, durante los próximos años la guerra sobre la deconstrucción continuará probablemente con saña en la Universidad americana. Según creo, la controversia está lejos de amainar. No sé cuánto tiempo va a proseguir, aunque el argumento político abastecerá combustible para el debate. No sólo los asuntos del pasado, los de Heidegger o Paul de Man, siguen suscitando interés. Durante cierto tiempo la temperatura se mantendrá bastante elevada, y por razones políticas, no sólo en cosas difíciles de interpretar, como el «caso Paul de Man», sino en el amplio bastidor donde operan los detractores de la deconstrucción. Habrá una gran incertidumbre que aumentará la tensión, especialmente por lo que ahora está ocurriendo en la esfera geopolítica, sobre todo a partir de lo que venimos llamando el proceso de democratización en los países del Este. Todo ello hará que la maquinaria interpretativa se muestre muy inquieta. Y, como siempre, la polarización incrementará la tensión; porque resulta indudable que hay dos polos en torno a la deconstrucción: los que dicen que es reaccionaria y los que dicen que es revolucionaria, o conservadora y no conservadora.
D. W: ¿Cree que la situación es la misma en Francia?
No, en Francia resulta más complicado. Siempre hay similitudes, aunque en Francia el mundo intelectual está más diversificado. En Estados Unidos la deconstrucción está restringida al medio académico, aunque no sea un campo homogéneo; y de hecho, sucede que la deconstrucción está empezando a desbordar ese medio. Me contaron que hubo recientemente un coloquio sobre la deconstrucción en el ejército o en la marina. Y el otro día Hillis Miller me dijo que había recibido una llamada de Phyllis Franklin, del MLA, a quien un senador le había solicitado información sobre la deconstrucción. Está claro que quieren saber lo que está pasando; pero, en general, en todo caso, la cultura intelectual americana está restringida al campo académico. En Francia las cosas son diferentes. El mundo universitario no coincide con el cultural o el literario.
P. B.: Estaba pensando en el mundo universitario porque cuando los profesores de universidad franceses vienen aquí y les decimos que nos interesa su trabajo, tienden a decir que, sí, que la deconstrucción era algo importante que pasaba hace quince o veinte años, aunque insisten en no comprender por qué nos interesa todavía.
Esto es a la vez cierto y falso. Es verdad que la deconstrucción apareció en una determinada forma y en un momento concreto en Francia, y que ha habido cierto retraso en su transmisión. Hubo un proceso de asimilación, y por tanto, aparentemente, de digestión y evacuación, que ocurrió en Francia entre 1966-1967 y 1972-1973, y desde este punto de vista se supone que es un proceso cerrado allí. Pero, al mismo tiempo, esa opinión manifiesta a menudo la desaprobación o el resentimiento contra algo que en mi opinión todavía no ha llegado a Francia. Por ello es una opinión verdadera y falsa, y merecería acaso un análisis más detallado. También se requiere tener en cuenta la posición individual de los intelectuales franceses que vienen aquí, que tienen sus intereses, que poseen determinada experiencia y que quieren ver las cosas desde cierto ángulo. En general, les pone nerviosos, por razones obvias, que la deconstrucción interese aquí a la gente. Esto me concierne de pleno, ya que me encuentro justamente en el medio, y a menudo me afecta de vuelta a casa por esa vía.
P. B.: Hay una pregunta relacionada con esto que es un poco más difícil, quizá porque es de principio, pero es algo para mí muy importante, incluso para mi propia vida intelectual. El problema es que me siento incapaz de escuchar una conferencia sobre cualquier tema, no importa lo especializado que sea, desde que he sido «arruinado» por la deconstrucción.
También yo experimento lo mismo.
P. B.: Todo el pensamiento, al menos hasta ahora, parece depender de la capacidad de hacer distinciones, de ordenar las jerarquías. Cuando percibo que quien está dando una conferencia divide el tema en tres partes, por ejemplo, veo cómo la primera cuestión podría ser considerada parte de la tercera o que la segunda y la primera se superponen o coinciden parcialmente. Entonces, teniendo en cuenta que la deconstrucción parece amenazar la producción de conocimiento de este modo fundamental, me pregunto si no era usted un poco ingenuo cuando, al final de la entrevista que le hizo Gerald Graff, en Limited Inc., le dijo que lo que más le preocupaba era que la gente parecía leer equivocadamente, de manera deliberada, su trabajo, y que parecían irresponsables cuando lo discutían. Pero, teniendo en cuenta que sus ideas amenazan la producción de conocimiento, según acabamos de establecer, ¿no es comprensible tal respuesta? Si es verdad que la deconstrucción bloquea la producción de conocimiento, ¿hacia dónde vamos?
Bueno, son muchas preguntas. Para volver a la discusión anterior a la entrevista, ayer y anteayer estuve en un coloquio sobre el Holocausto, y hablé durante dos horas y media sobre un texto de Benjamin tratando uno, dos, hasta tres aspectos. Pasé el tiempo demostrando cómo este texto de Benjamin, Para una crítica de la violencia, que establece una serie de distinciones entre conceptos como «fundar la violencia» y «conservar la violencia», deconstruye constantemente sus propias oposiciones conceptuales. En consecuencia estuve todo el rato delineando las distinciones benjaminianas y cuestionándolas. Para mí una lectura sólo es soportable cuando cumple esa labor.
Dicho esto, no creo que la deconstrucción sea sólo o esencialmente aquella operación que, según dice usted, destruye la producción de conocimiento. No. O, mejor dicho, lo hace y no lo hace. Por una parte, puede de hecho bloquear o interrumpir cierto tipo de obra, de trabajo intelectual; pero, por otro lado, indirectamente produce conocimiento, indirectamente provoca una obra. Tanto los que se consideran deconstruccionistas como los que se oponen a ella trabajan a su modo, y creo que eso sin duda acelera la producción de conocimiento. Por ejemplo, el Neohistoricismo, que se presenta a sí mismo como un productor de conocimiento, surge en el mismo campo delimitado por la deconstrucción. Aunque reconozco que la deconstrucción puede paralizar la lenta y optimista acumulación positiva de conocimiento, también pienso que es, al mismo tiempo, productiva.
P. B.: Quizá sea ingenuo, pero ¿qué viene a continuación? ¿Cuál cree que es, institucionalmente hablando, la perspectiva futura de la deconstrucción en América? ¿Continuará existiendo? Y si lo hace, ¿empezará a tomar nuevas formas más allá de lo que se podría llamar la indecidibilidad de la «Escuela de Yale», el encuentro de aporías en los textos? Estoy pensando, por ejemplo, en Glas, el texto performativo que intenta ir más allá del logocentrismo. ¿Cree que hay algún futuro para algo así en la Universidad americana?
Me pregunta qué es lo que vendrá después. Para ser sincero, no tengo ni idea. Yo no estoy aquí para cantar las alabanzas de la deconstrucción, pero creo que el hecho de que la deconstrucción ya no se limita a lo que llama la «Escuela de Yale» es evidente. Y al decirlo dejo claro que no estoy hablando de mi propio trabajo. Lo que está ocurriendo en la Arquitectura, en las Facultades de Derecho, etc., muestra que la deconstrucción no se ha limitado a ese contexto. Aún suponiendo que en un momento dado eso fuera así -lo que nunca fue cierto- y la deconstrucción se identificara con el sedicente grupo de Yale, eso se acabó. Y de hecho siempre fue de ese modo, incluso en Yale; luego no puede continuar.
Pero es necesario distinguir entre el destino de la palabra «deconstrucción» o de la teoría deconstruccionista o de una sedicente escuela llamada así -que nunca existió-, y otras cosas que sin tal nombre o sin cierta referencia a la teoría se pueden desarrollar como «deconstrucción». Para mí la deconstrucción no se limita a un discurso sobre la teoría deconstructiva; según creo hay que encontrarla en marcha, en su actividad. Opera en Platón, en los Estados Mayores americanos y soviéticos, o en la crisis económica. Así pues, la verdadera deconstrucción no necesita de la deconstrucción, no necesita una teoría o un nombre. De modo que si la restringimos, si la limitamos al efecto discursivo e institucional que ha provocado en todo el mundo, aunque principalmente en América y en la Universidad, y nos preguntamos «qué viene a continuación», pues no sé responder.
Estamos acostumbrados a los cambios de moda en las escuelas, en las teorías y las hegemonías. Y no vamos a usar esa palabra indefinidamente. Un día pensaremos que durante los sesenta, setenta y ochenta hubo una cosa llamada deconstrucción que estuvo representada por... No me hago ilusiones sobre esto, no más que sobre nuestra propia longevidad. Sabemos que, por lo general, vivimos unos 60 ó 70 años y después nos morimos. En ese sentido, la «deconstrucción» , como palabra o como tema, desaparecerá. ¿Qué pasará antes o después de que desaparezca? No lo sé. Creo que ya ha tenido una vida bastante larga, precisamente porque nunca fue una teoría insertable en una disciplina filosófica o literaria, etc. Prosigue con un ritmo temporal distinto, y está tardando cierto tiempo en desplazarse hacia la Arquitectura y otros campos. Se transforma; es un fenómeno bastante monstruoso, cada vez diferente y, por tanto, inidentificable.
Ciertamente, si algunos quieren identificarla con el tipo de teoría literaria que se desarrolló en Yale, mediante un gesto reductor, es más fácil establecer sus límites. Pero sería más bien como un virus, como un tipo de virus al que perdemos la pista. Es inevitable que en un momento dado se pierda esa huella identificable con el nombre de «deconstrucción». Sin duda, la palabra se desgastará. Aunque más allá de la palabra «deconstrucción» o de otras palabras asociadas con ella, este proceso será algo diferente, y puede que dure más. Continuará habiendo pequeños organismos, con sus vidas independientes, cuyas trayectorias acaso podamos seguir. No obstante, eso es cierto para todo lo que ocurra en una cultura. ¿Cómo se sigue el rastro de la filosofía a través de la historia? No lo sé.
Jacques Derrida1990
sábado, 22 de noviembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario