Notas de La Forma Mínima
La más reciente exposición de Manuel Velázquez
Luis Josué Martínez Rodríguez
29 de junio del 2009
Xalapa, Veracruz
En Manuel Velázquez[1] la libertad creativa parece ser el valor predominante. Desde sus inicios rechazó la complacencia estética de sus maestros dentro de la facultad de Artes Plástica de Xalapa, los cuales habían caído en lugares comunes como la abstracción lírica y expresionista, en cambio Velázquez se aventuró en una estética agresiva en forma, materia y concepto. El gusto por la investigación plástica lo ha llevado a introducir en su corpus creativo lenguajes como la escultura, la instalación y la fotografía. Sin embargo, a mi parecer, es en la artesanía y en la pintura donde se encontró en una continua renovación creativa y crítica.
Quizá su único compañero de viaje, a nivel regional, en la constante experimentación sea el escultor Roberto Rodríguez. Sin embargo, las relaciones existentes entre las obras de ambos se han matizado llegando al punto actual donde hay más diferencias que coincidencias. Rodríguez sigue manteniendo la forma y la materia como una experiencia evocativa de ensoñaciones y narrativas individuales, buscando una relación cada vez más estrecha con la naturaleza, especialmente con el paisaje, logrando por momentos un trabajo sumamente delicado de pretendida fragilidad. Por otro lado, Manuel se ha abstraído en aquella forma mínima donde pretende alcanzar una significación nula. Pareciera que mientras más tiene contacto con la educación y la teoría de las artes y el lenguaje, su producción se repliega más y más a ella misma. Paradójicamente el artista ha expresado un interés particular porque su obra se relacione de manera directa con el espectador, sin un discurso verbal que sirva de mediador. Sin embargo, al ser una construcción matérica que pretende no ser más que eso, expulsando así todo nivel anecdótico y narrativo, su obra marca un distanciamiento con el espectador común cuya vía de entendimiento y relación con el mundo es principalmente por medio del relato.
En sus primeros trabajos acudía a una representación tosca, donde existía un peso iconográfico contundente: una masa densa de signos y símbolos que se mueven dentro de las convenciones sociales determinadas (cruces, cristos, corazones, huellas, etc.) subvertidos por medio de agresiones, tanto en los niveles semántico y sintáctico, como en el pragmático. En cambio, su trabajo más reciente maneja únicamente una figuración base: un objeto definido por líneas que lo delimitan de un espacio plenamente abstracto, un fondo densamente trabajado. Parece que la figura es capaz de crear su propio espacio, es decir, el espacio del cuadro es una emanación de ésta, parte sustancial que la delimita y constituye.
La forma mínima, la serialización y la estructura modular son los elementos que ahora acompañan su obra, explicados por el mismo artista como un acercamiento a las posturas minimalistas.[2] Desde mi punto de vista, creo que esta apreciación es confusa y problemática, pues estos elementos son simplemente los rasgos externos del minimalismo.[3] En éste, la forma mínima, la serialización y la estructura modular parecen ser el reflejo de ciertas condiciones materiales de producción de sociedades tecnológicamente avanzadas. La serialización es industrial y se percibe un enfriamiento de las formas, así como composiciones matemáticamente racionales que conllevan a una determinada “perfección”. En este sentido, el minimalismo rechaza el detalle, pues éste implica tensiones internas dentro de la obra y desvía la idea de ésta como un todo, así como enfatiza una determinada personalidad del artista y refleja una intensidad. En cambio, el detalle en la obra de Manuel Velázquez, a mi parecer, se convierte en el puente de relación comunicativa con el espectador. Aun cuando Manuel Velázquez utiliza la serialización sistemática, está en mayor relación con un modelo libre que industrial. Los objetos están impregnados de diferencias unos con otros acercándolo más a su otro campo de práctica: los medios artesanales. Como las artesanías, sus cuadros pueden ser iguales mas no idénticos, cada uno es trabajado por separado y expresa una identidad peculiar. Esta gestualidad es un rotundo punto de quiebre con el minimalismo. Para mi gusto, si hay que seguir esta imperiosa necesidad que tienen los artistas locales por relacionarse con la historia del arte estadounidense y europeo, su obra estaría más cercana a los neofigurativismos, neoinformalismos y neoprivitivismos[4]. En el caso de nuestra propia tradición, aparte de su acercamiento a la artesanía, tiene puntos de contacto conceptual con algunos exponentes de la generación de la ruptura,[5] dentro de su programa formal que da cohesión interior a las piezas múltiples, provocando alusiones a signos heterogéneos, según el orden semántico referenciado por el espectador.
Técnicamente el productor realiza secuencialmente tres acciones contradictorias: construye, destruye y vuelve a construir. Inicia con la aplicación de capas de pintura sobre el soporte, usualmente madera, más tarde aplica un dibujo, quizá añade una capa más de pigmento para después ir despintando y así ir descubriendo la imagen y los colores del primer proceso. Despinta y perfora con lijas y gubias, realizando una acción agresiva y delicada a la materia. Más tarde pule la superficie impregnada de grafito, produciendo una capa brillante. Este proceso le otorga a la pieza una densidad pictórica enfatizada por las formas orgánicas presentadas como elementos únicos de composición. Dichas formas son variaciones de un mismo objeto.
Al utilizar una forma única reiteradamente, trata de borrar la relación binaria habitual del signo: significado y significante. Repite el significante tantas veces que va diluyendo al primero hasta borrarlo. El significante va adelgazando su relación con el significado, relación ya subvertida en un primer momento por lo poco cotidiano de la figura, difícilmente identificable para el espectador. Dicha figura guarda un leve parecido a una semilla, pero quizá sea un recipiente, quizá un ojo. La imprecisión icónica de la obra, así como su reducción sintáctica a sólo ese elemento en la imagen, hacen de ella un reducto abstracto, sin embargo, si su juego es la indeterminación de significado ¿por qué otorgarnos una figura concreta? Su serialización permite, a fuerza de la reiteración, un juego con el espectador de borrar el significado, éste poco importa. El recurso es semejante a los juegos de repetición de una palabra en voz alta, el sonido se va convirtiendo en un continuo monótono y la palabra deja de tener su valor semántico para convertirse en un sonido absurdo, inútil en la lógica cotidiana.
Manuel Velázquez invita al espectador a un juego de relación con la obra distinto al habitual. Bajo esta programación artística, el trabajo destructivo-constructivo de la imagen a nivel material y el desgaste del significado a partir de la serialización de su único objeto figurativo, pretende eliminar todo discurso lingüístico e instaurarse en un discurso meramente plástico. El código de representación realista del lenguaje pictórico imperante, desde el renacimiento al impresionismo, ocasionó una manera de recibir el cuadro por parte del espectador a través del discurso narrativo. Para entender el cuadro necesitamos saber la historia que hay detrás o alrededor de la obra. Estas nociones elementales de lectura se ejemplifican con la manera reiterada de ver la obra de Vicent van Gogh, no observando la pintura en sí, sino depositando toda su significación en la anécdota de la vida del autor. Este nivel de lectura imposibilita realmente mirar y comprender la pieza, arrojando experiencias fútiles que caen en una enajenación banal.
La obra de Manuel impide este tipo de lecturas al diluir el nivel semántico al grado mínimo, así el significado del cuadro partirá de la experiencia que el espectador tenga directamente con la materia transformada en pieza artística. Acercarse, recorrer las espesuras de los fondos, los trazos agresivos de la gubia, sentirse invadido por los colores ocres. Estas experiencias sensoriales se ven enfatizadas a través de la relación entre todas las piezas que Manuel Velázquez dispone en sus exposiciones: los cuadros no se deben ver como obras individuales separadas las unas de las otras, sino como módulos. El módulo implica que estamos ante una sección de un todo, y no ante algo terminado y delimitado. Así, viendo cada bastidor como módulo, nos acercamos más al lenguaje de las “ambientaciones” que al de la pintura tradicional, donde el espectador se ve envuelto corporalmente por la obra visual haciendo de la experiencia artística un hecho físico contundente.
El sistema modular hace que la noción del cuadro, como objeto autónomo sintáctica y semánticamente, se vea fracturada, negando el gusto complaciente de una estructura inmanente, satisfecha en sí misma. Es por ello que la obra funciona como un irruptor en la normatividad de la pintura como un todo y, por partida doble, un irruptor de la narratividad ilustrativa de la explicación que buscamos habitualmente cuando estamos ante una pintura. Despedaza las posibilidades de relatos lineales para depositarnos en una experiencia particular, haciendo posible una relación otra con la pieza. Ante la desaparición de mis anclas habituales no queda más que cambiar e inventar una nueva forma de relacionarme con la obra. Al eliminar esta narratividad obliga al espectador a enfrentarse con su capacidad para relacionarse de manera sensorial con la pintura, activando el sentido del tacto y el gusto en relación con el de la vista, así se agudiza la percepción hasta un punto abstracto que implica una fuga del nivel analítico y reflexivo cediendo paso al sensitivo. En este sentido puede funcionar también la serialización del objeto presentado, a manera de repeticiones tántricas donde se crea un espacio en blanco en la conciencia, limpiando con ello los miedos y deseos.
Ahora bien, es evidente que este nivel de lectura y experiencia puramente sensorial requiere una concentración, aguda y constante, con la pieza, pues de igual manera, la obra puede llevar a una especulación complaciente donde el cuadro se entienda como pura materia decorativa, vacía y banal, presta para engalanar alguna sala familiar. Creo que este es uno de los principales riesgos que puede correr esta nueva etapa de Manuel Velázquez, su pretendida autonomía pone en riesgo la apertura a una experiencia artística compleja y polisémica que encuentre la posibilidad de virar a una experiencia estéril. Por mi parte, estas líneas intentan mostrar el salto de esta última experiencia a la primera.
[1] Nace el 26 de junio de 1968 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Estudió pintura y dibujo en la Escuela de Artes Plásticas de Chiapas, es Licenciado en Artes por la Universidad Veracruzana. Ha participado en diversas exposiciones individuales y colectivas, tanto nacionales como internacionales en México, Canadá, Estados Unidos, Yugoslavia, Japón, Eslovaquia, Italia, Guatemala y Argentina. Ha sido director de la Escuela de Artes Plásticas del ICACH y del Jardín de las Esculturas del IVEC. Es Catedrático de la Facultad de Artes Pláticas de la U.V. Actualmente vive y trabaja en Xalapa, Veracruz.
[2]En una entrevista realizada por Frida Mazzotti, Manuel Velázquez expresa: “[…] la parte fundamental es un ejercicio sobre los conceptos del minimalismo; dicho ejercicio resulta de una labor deconstructiva que permite reformular significados y significantes”.
[3] Término utilizado para un movimiento artístico, principalmente tridimensional, que surgió en la década de los sesenta del siglo XX en Estados Unidos, el cual tuvo su apogeo de 1965 a 1968.
[4] Estos “neos” son tendencias contemporáneas que aparecieron principalmente en Europa y Estados Unidos producto de un regreso a la pintura como medio expresivo válido y actual. Si bien surgen desde los sesenta, tienen un peso importante en las exposiciones y ferias en la década de los ochenta, impulsados por un “vitalismo artístico” y un rechazo a los discursos conceptualistas y apropiacionistas.
[5] Se le conoce como la generación de la ruptura a un grupo de artistas que en la década de los sesenta busca desplazar el nacionalismo caduco en la pintura, impuesto por los muralistas, para refrescar, por medio de la abstracción y sus recursos sintácticos y semánticos, la escena del arte mexicano.
La más reciente exposición de Manuel Velázquez
Luis Josué Martínez Rodríguez
29 de junio del 2009
Xalapa, Veracruz
En Manuel Velázquez[1] la libertad creativa parece ser el valor predominante. Desde sus inicios rechazó la complacencia estética de sus maestros dentro de la facultad de Artes Plástica de Xalapa, los cuales habían caído en lugares comunes como la abstracción lírica y expresionista, en cambio Velázquez se aventuró en una estética agresiva en forma, materia y concepto. El gusto por la investigación plástica lo ha llevado a introducir en su corpus creativo lenguajes como la escultura, la instalación y la fotografía. Sin embargo, a mi parecer, es en la artesanía y en la pintura donde se encontró en una continua renovación creativa y crítica.
Quizá su único compañero de viaje, a nivel regional, en la constante experimentación sea el escultor Roberto Rodríguez. Sin embargo, las relaciones existentes entre las obras de ambos se han matizado llegando al punto actual donde hay más diferencias que coincidencias. Rodríguez sigue manteniendo la forma y la materia como una experiencia evocativa de ensoñaciones y narrativas individuales, buscando una relación cada vez más estrecha con la naturaleza, especialmente con el paisaje, logrando por momentos un trabajo sumamente delicado de pretendida fragilidad. Por otro lado, Manuel se ha abstraído en aquella forma mínima donde pretende alcanzar una significación nula. Pareciera que mientras más tiene contacto con la educación y la teoría de las artes y el lenguaje, su producción se repliega más y más a ella misma. Paradójicamente el artista ha expresado un interés particular porque su obra se relacione de manera directa con el espectador, sin un discurso verbal que sirva de mediador. Sin embargo, al ser una construcción matérica que pretende no ser más que eso, expulsando así todo nivel anecdótico y narrativo, su obra marca un distanciamiento con el espectador común cuya vía de entendimiento y relación con el mundo es principalmente por medio del relato.
En sus primeros trabajos acudía a una representación tosca, donde existía un peso iconográfico contundente: una masa densa de signos y símbolos que se mueven dentro de las convenciones sociales determinadas (cruces, cristos, corazones, huellas, etc.) subvertidos por medio de agresiones, tanto en los niveles semántico y sintáctico, como en el pragmático. En cambio, su trabajo más reciente maneja únicamente una figuración base: un objeto definido por líneas que lo delimitan de un espacio plenamente abstracto, un fondo densamente trabajado. Parece que la figura es capaz de crear su propio espacio, es decir, el espacio del cuadro es una emanación de ésta, parte sustancial que la delimita y constituye.
La forma mínima, la serialización y la estructura modular son los elementos que ahora acompañan su obra, explicados por el mismo artista como un acercamiento a las posturas minimalistas.[2] Desde mi punto de vista, creo que esta apreciación es confusa y problemática, pues estos elementos son simplemente los rasgos externos del minimalismo.[3] En éste, la forma mínima, la serialización y la estructura modular parecen ser el reflejo de ciertas condiciones materiales de producción de sociedades tecnológicamente avanzadas. La serialización es industrial y se percibe un enfriamiento de las formas, así como composiciones matemáticamente racionales que conllevan a una determinada “perfección”. En este sentido, el minimalismo rechaza el detalle, pues éste implica tensiones internas dentro de la obra y desvía la idea de ésta como un todo, así como enfatiza una determinada personalidad del artista y refleja una intensidad. En cambio, el detalle en la obra de Manuel Velázquez, a mi parecer, se convierte en el puente de relación comunicativa con el espectador. Aun cuando Manuel Velázquez utiliza la serialización sistemática, está en mayor relación con un modelo libre que industrial. Los objetos están impregnados de diferencias unos con otros acercándolo más a su otro campo de práctica: los medios artesanales. Como las artesanías, sus cuadros pueden ser iguales mas no idénticos, cada uno es trabajado por separado y expresa una identidad peculiar. Esta gestualidad es un rotundo punto de quiebre con el minimalismo. Para mi gusto, si hay que seguir esta imperiosa necesidad que tienen los artistas locales por relacionarse con la historia del arte estadounidense y europeo, su obra estaría más cercana a los neofigurativismos, neoinformalismos y neoprivitivismos[4]. En el caso de nuestra propia tradición, aparte de su acercamiento a la artesanía, tiene puntos de contacto conceptual con algunos exponentes de la generación de la ruptura,[5] dentro de su programa formal que da cohesión interior a las piezas múltiples, provocando alusiones a signos heterogéneos, según el orden semántico referenciado por el espectador.
Técnicamente el productor realiza secuencialmente tres acciones contradictorias: construye, destruye y vuelve a construir. Inicia con la aplicación de capas de pintura sobre el soporte, usualmente madera, más tarde aplica un dibujo, quizá añade una capa más de pigmento para después ir despintando y así ir descubriendo la imagen y los colores del primer proceso. Despinta y perfora con lijas y gubias, realizando una acción agresiva y delicada a la materia. Más tarde pule la superficie impregnada de grafito, produciendo una capa brillante. Este proceso le otorga a la pieza una densidad pictórica enfatizada por las formas orgánicas presentadas como elementos únicos de composición. Dichas formas son variaciones de un mismo objeto.
Al utilizar una forma única reiteradamente, trata de borrar la relación binaria habitual del signo: significado y significante. Repite el significante tantas veces que va diluyendo al primero hasta borrarlo. El significante va adelgazando su relación con el significado, relación ya subvertida en un primer momento por lo poco cotidiano de la figura, difícilmente identificable para el espectador. Dicha figura guarda un leve parecido a una semilla, pero quizá sea un recipiente, quizá un ojo. La imprecisión icónica de la obra, así como su reducción sintáctica a sólo ese elemento en la imagen, hacen de ella un reducto abstracto, sin embargo, si su juego es la indeterminación de significado ¿por qué otorgarnos una figura concreta? Su serialización permite, a fuerza de la reiteración, un juego con el espectador de borrar el significado, éste poco importa. El recurso es semejante a los juegos de repetición de una palabra en voz alta, el sonido se va convirtiendo en un continuo monótono y la palabra deja de tener su valor semántico para convertirse en un sonido absurdo, inútil en la lógica cotidiana.
Manuel Velázquez invita al espectador a un juego de relación con la obra distinto al habitual. Bajo esta programación artística, el trabajo destructivo-constructivo de la imagen a nivel material y el desgaste del significado a partir de la serialización de su único objeto figurativo, pretende eliminar todo discurso lingüístico e instaurarse en un discurso meramente plástico. El código de representación realista del lenguaje pictórico imperante, desde el renacimiento al impresionismo, ocasionó una manera de recibir el cuadro por parte del espectador a través del discurso narrativo. Para entender el cuadro necesitamos saber la historia que hay detrás o alrededor de la obra. Estas nociones elementales de lectura se ejemplifican con la manera reiterada de ver la obra de Vicent van Gogh, no observando la pintura en sí, sino depositando toda su significación en la anécdota de la vida del autor. Este nivel de lectura imposibilita realmente mirar y comprender la pieza, arrojando experiencias fútiles que caen en una enajenación banal.
La obra de Manuel impide este tipo de lecturas al diluir el nivel semántico al grado mínimo, así el significado del cuadro partirá de la experiencia que el espectador tenga directamente con la materia transformada en pieza artística. Acercarse, recorrer las espesuras de los fondos, los trazos agresivos de la gubia, sentirse invadido por los colores ocres. Estas experiencias sensoriales se ven enfatizadas a través de la relación entre todas las piezas que Manuel Velázquez dispone en sus exposiciones: los cuadros no se deben ver como obras individuales separadas las unas de las otras, sino como módulos. El módulo implica que estamos ante una sección de un todo, y no ante algo terminado y delimitado. Así, viendo cada bastidor como módulo, nos acercamos más al lenguaje de las “ambientaciones” que al de la pintura tradicional, donde el espectador se ve envuelto corporalmente por la obra visual haciendo de la experiencia artística un hecho físico contundente.
El sistema modular hace que la noción del cuadro, como objeto autónomo sintáctica y semánticamente, se vea fracturada, negando el gusto complaciente de una estructura inmanente, satisfecha en sí misma. Es por ello que la obra funciona como un irruptor en la normatividad de la pintura como un todo y, por partida doble, un irruptor de la narratividad ilustrativa de la explicación que buscamos habitualmente cuando estamos ante una pintura. Despedaza las posibilidades de relatos lineales para depositarnos en una experiencia particular, haciendo posible una relación otra con la pieza. Ante la desaparición de mis anclas habituales no queda más que cambiar e inventar una nueva forma de relacionarme con la obra. Al eliminar esta narratividad obliga al espectador a enfrentarse con su capacidad para relacionarse de manera sensorial con la pintura, activando el sentido del tacto y el gusto en relación con el de la vista, así se agudiza la percepción hasta un punto abstracto que implica una fuga del nivel analítico y reflexivo cediendo paso al sensitivo. En este sentido puede funcionar también la serialización del objeto presentado, a manera de repeticiones tántricas donde se crea un espacio en blanco en la conciencia, limpiando con ello los miedos y deseos.
Ahora bien, es evidente que este nivel de lectura y experiencia puramente sensorial requiere una concentración, aguda y constante, con la pieza, pues de igual manera, la obra puede llevar a una especulación complaciente donde el cuadro se entienda como pura materia decorativa, vacía y banal, presta para engalanar alguna sala familiar. Creo que este es uno de los principales riesgos que puede correr esta nueva etapa de Manuel Velázquez, su pretendida autonomía pone en riesgo la apertura a una experiencia artística compleja y polisémica que encuentre la posibilidad de virar a una experiencia estéril. Por mi parte, estas líneas intentan mostrar el salto de esta última experiencia a la primera.
[1] Nace el 26 de junio de 1968 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Estudió pintura y dibujo en la Escuela de Artes Plásticas de Chiapas, es Licenciado en Artes por la Universidad Veracruzana. Ha participado en diversas exposiciones individuales y colectivas, tanto nacionales como internacionales en México, Canadá, Estados Unidos, Yugoslavia, Japón, Eslovaquia, Italia, Guatemala y Argentina. Ha sido director de la Escuela de Artes Plásticas del ICACH y del Jardín de las Esculturas del IVEC. Es Catedrático de la Facultad de Artes Pláticas de la U.V. Actualmente vive y trabaja en Xalapa, Veracruz.
[2]En una entrevista realizada por Frida Mazzotti, Manuel Velázquez expresa: “[…] la parte fundamental es un ejercicio sobre los conceptos del minimalismo; dicho ejercicio resulta de una labor deconstructiva que permite reformular significados y significantes”.
[3] Término utilizado para un movimiento artístico, principalmente tridimensional, que surgió en la década de los sesenta del siglo XX en Estados Unidos, el cual tuvo su apogeo de 1965 a 1968.
[4] Estos “neos” son tendencias contemporáneas que aparecieron principalmente en Europa y Estados Unidos producto de un regreso a la pintura como medio expresivo válido y actual. Si bien surgen desde los sesenta, tienen un peso importante en las exposiciones y ferias en la década de los ochenta, impulsados por un “vitalismo artístico” y un rechazo a los discursos conceptualistas y apropiacionistas.
[5] Se le conoce como la generación de la ruptura a un grupo de artistas que en la década de los sesenta busca desplazar el nacionalismo caduco en la pintura, impuesto por los muralistas, para refrescar, por medio de la abstracción y sus recursos sintácticos y semánticos, la escena del arte mexicano.