miércoles, 23 de junio de 2010

La economía del arte contemporáneo


La economía del arte contemporáneo
Traducción de Maliyel Beverido


Si bien es cierto que la política cultural que se lleva a cabo en Francia desde hace veinticinco años ha tenido aspectos positivos, también ha originado una difícil relación entre la vitalidad del arte y la dinámica del mercado. Nathalie Heinich, socióloga que sigue la pista al arte contemporáneo, señala lo que considera aberraciones del sistema y abre el debate sobre el papel ambiguo de las instituciones públicas.
Léa Gauthier.- ¿Cuáles son las repercusiones económicas del advenimiento de la contemporaneidad en el arte?
Nathalie Heinich.- Creo que el arte contemporáneo es un género que tiene como hábito principal la transgresión de fronteras.  Y como tal, se define particularmente en su capacidad de integrar disciplinas diferentes (cine, diseño, moda, etc.), sin que las cancele, pues permanecen completamente reales.  No podemos desconocer eso que llamo, en un sentido amplio, la fuerza del marco. Aunque haya una tendencia a tomar prestado de otras disciplinas, no por eso hay disolución del marco de las artes plásticas, los movimientos de transgresión nos reenvían siempre a él. Es decir, esta especificidad del arte contemporáneo induce a una mayor complejidad en el funcionamiento económico del arte. Esta descansa, me parece, en varios fenómenos. Crecen considerablemente los medios de reproducción de objetos que circulan en el mercado del arte, y que permiten mercantilizar  una proposición “invendible” como tal. No es la obra en sí misma la que se comercializa. La comercialización se extiende a las huellas, ya sean anteriores -los bocetos, los dibujos preparatorios-, o posteriores -las fotografías y videos. Es un primer elemento que verdaderamente va a modificar lo que vemos en una galería de arte. Para existir en el mercado, las piezas reproductibles son igualmente editadas en serie limitada o a ejemplar único; es el caso de los tirajes fotográficos o el número de copias de video. La originalidad del objeto se reconstituye así según criterios tradicionales, por simple decisión. Esos dos primeros fenómenos permiten a la economía tradicional  del arte recurrir a formas que de otro modo le escaparían. En fin, es un fenómeno bastante reciente, sucede cada vez más que las instituciones paguen honorarios a los artistas, con lo que retribuyen el tiempo en que trabajan en una instalación cuya perennidad no excede el tiempo de la exposición o el de un performance. La idea de remuneración del trabajo del artista independientemente de la comercialización de la obra se encuentra igualmente en los sistemas de apoyo a la creación o el desarrollo de becas.
L. G.-¿Cómo se construye el valor, el reconocimiento de las obras de arte contemporáneo?
N. H.- El historiador de arte inglés Alan Bowness explica que le reconocimiento artístico se construye en círculos concéntricos: el primero, el más estrecho, es el del reconocimiento de los pares, luego viene el de los comerciantes de arte, enseguida el de las instituciones públicas, el de los críticos, el de los expertos, y finalmente el del público en general. Este análisis funcionaba a principios del siglo XX, pero ahora se ha operado una inversión del segundo y el tercer círculo. El reconocimiento del mundo institucional del arte precede el del mercado privado. De hecho la importancia de ese círculo constituye en parte la especificidad francesa, con un número cada vez mayor de mediadores en el arte. Desde hace unos veinte años, el peso de la esfera pública ha aumentado considerablemente, lo cual tiene consecuencias sobre la importancia del arte francés en la escena internacional.
L. G.-¿Qué caracteriza la importancia de ese círculo?
N. H.- La acción del estado a favor del arte contemporáneo se manifiesta de varias maneras. Las instituciones públicas ayudan bastante a los artistas (subvenciones, becas, apoyos para la creación). Eso permite que se mantenga una franja de artistas que no tienen galería, que quizá no hayan expuesto nunca en la esfera privada y sin embargo pueden trabajar, presentarse como artistas. Este funcionamiento tiene efectos tanto positivos como efectos perversos, uno de ellos es el mantenimiento artificial de una “escena” local. Por otro lado, los mediadores con frecuencia están pagados por instituciones públicas. Incluso los críticos y los curadores independícenles son la mayor parte del tiempo profesores en alguna academia de bellas artes. El desarrollo de las DRAC (Dirección regional de asuntos culturales), de las FRAC (Fondo regional de arte contemporáneo), de los consejeros en artes plásticas de las municipalidades, ha llevado al alza a la profesión de mediador cultural: son más numerosos hoy en día que hace veinticinco años. Sin entrar en la cuestión de saber si hacen falta los funcionarios en el arte contemporáneo, constatamos que eso trae consigo la existencia de un micromedio. La gente se conoce bien al interior de este espacio, pero tiene poco contacto con el exterior. Es un efecto clásico de “guetoización”: cuando se desarrolla un medio extremadamente especializado, ineluctablemente se cierra sobre sí mismo. De hecho es un doble cierre, el del arte contemporáneo al público, y el del arte francés a la escena internacional.
L. G.-No obstante, los artistas franceses más importantes están presentes en la escena internacional.
N. H.- Es posible, pero eso sucede a través del juego institucional de las bienales o de las residencias, de los intercambios internacionales entre organismos. Habría que ver en qué medida esos artistas son efectivamente comprados en el extranjero, es decir, una vez más, en qué medida son capaces de pasar de una economía pública a una economía privada. 
L. G.-¿Qué se puede decir de la voluntad del estado a establecerse fuera del mercado del arte? ¿Qué se puede decir de su política de adquisición?
N. H.- Hay de entrada un problema jurídico. En Francia lo que el estado adquiere se integra a colecciones que no pueden revenderse. Ningún museo, ningún fondo de arte público tiene derecho a revender sus colecciones. Si, por ejemplo los FRAC (Fondos regionales de arte contemporáneo) debieran revender su colección, habría que cambiar la ley, y uno se imagina los resbalones que eso podría engendrar. La verdadera pregunta es: ¿cómo es que luego de apenas veinte años la cuestión de la reventa se presente?  Aquí no hablo como investigadora, sino como perito, con un punto de vista normativo. El principio mismo de los FRAC me parece aberrante. Los FRAC son instituciones ambiguas entre lo público y lo privado. De hecho, al funcionar con fondos públicos y administrados por funcionarios, se imponen objetivos de coleccionistas privados, compran en el presente las cosas que se están haciendo. Intervienen en el mercado inmediato y endosan así el papel económico de las galerías privadas, pero igualmente están constreñidos dentro de una estructura de museo. Las obras entonces quedan bloqueadas y no pueden circular en el mercado internacional. Las piezas aptas para circular en el mercado, aunque sea solo porque su fecha de creación es inmediata, se quedan entonces inmovilizadas, lo cual es dañino para el mercado nacional y para el trabajo de los artistas. La vocación del museo es comprar un número reducido de obras que, con el tiempo, ven confirmado su valor; en ese caso el asunto de la punción del mercado no se presenta. Pero en cuanto se compra la obra de artistas muy jovnes, cualquier circulación es detenida. En general, los artistas se ponen primero muy contentos cuando les dicen que un FRAC compra una pieza suya, pero a mediano término eso no es necesariamente bueno. Po otro lado, esas instituciones no fueron creadas con medios para que su colección sea realmente visible. Tampoco están, en principio, destinadas a la presentación pública. La guetoización del arte contemporáneo se ve de nuevo favorecida. En mi opinión, habría valido más, en 1982-1983, crear servicios de arte contemporáneo en los museos. Se habría dado una verdadera integración de la cultura del arte contemporáneo, no solamente en relación al público sino también en relación a las instituciones de la cultura. El arte que apenas se está haciendo habría podido encontrar su lugar en los centros de arte: no es obligatorio que pase sistemáticamente por la compra de obra. La política francesa de compra es desmesurada, no puede concebirse la intervención del Estado extrínsecamente del asunto de la compra. Tengo la impresión de que tratamos de sumar las ventajas de lo público con las de lo privado, pero eso produjo una monstruosidad.
L. G.-Según usted ¿qué sería necesario implementar para frenar esta situación?
N. H.- Es tiempo de que la DAP (Delegación de artes plásticas) cree un debate alrededor de las consecuencias jurídicas, económicas, institucionales y materiales de esta política de compra, basándose en serios sondeos. Pero la cuestión económica nos conduce directamente a la cuestión política. Por el momento, todo el mundo esconde la cabeza. Dado que eso cuestiona la razón de ser de las FRAC, habría que hacer prueba de verdadero valor. Pero basta con hacer esas preguntas para que lo traten a uno de horriblemente reaccionario. Se han levantado escudos ante cualquier cosa que cuestione lo bien fundado de la política cultural que se ha llevado a cabo. Es una lástima, porque aun es posible dar marcha atrás a las políticas públicas cuando se han manifestado  sus efectos perversos.

http://www.mouvement.net/ressources-8087-lart-contemporain
source : Les éditions du mouvement // date de publication : 01/11/2004 //
Le mardi 17 avril 2007

Fondation d’entreprise Ricard
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Que font les commissaires ?
Une polémique surgit régulièrement dans le monde de l’art contemporain quant à la fonction exacte des commissaires d’exposition. Sans être définitivement stabilisés, les termes en semblent largement définis. Un exemple en a encore été donné l’année passée, en France, lorsqu’un critique-commissaire s’en est pris à l’un de ses pairs, universitaire comme lui, en lui reprochant de se transformer en auteur d’exposition et de soumettre par là même les artistes et leurs productions à une fiction parallèle, ne leur laissant pas, ou pas assez, d’autonomie de création, ou de réaction1. Il ne se passe presque plus une exposition nationale ou internationale d’envergure sans qu’une telle disqualification tombe, soit sous la plume de la critique, soit à travers les commentaires d’autres professionnels des mondes de l’art. La question de la nature exacte des relations entre commissaires d’exposition et artistes exposés est devenue un des enjeux importants de tension entre commissaires, entre artistes, et bien entendu entre commissaires et artistes. De tels conflits sont les symptômes des changements morphologiques, économiques et technologiques importants qui affectent le monde de l’art depuis quelques décennies.
Un des effets de ces transformations apparaît précisément dans le décloisonnement en cours entre des « métiers » ou des fonctions de l’art dont le périmètre semblait délimité. En témoigne la multiplication récente des figures d’artiste-commissaire (ou celle d’artiste-galeriste), mais aussi de collectionneur-commissaire, ainsi que les commissariats collectifs ou en cascades – un commissaire en appelant plusieurs autres qui, eux-mêmes, éventuellement, mobilisent d’autres commissaires. À ces phénomènes s’ajoute le développement de pratiques de commissariat freelance et hors les murs, loin des galeries comme des musées. Ainsi la place des commissaires dans la chaîne de co-production de l’art connaît-elle des mutations importantes. La signification de cette nouvelle pour les artistes et les autres protagonistes de ce monde peut-elle être clarifiée ? C’est la visée des développements qui suivent.
Genèse d’un intermédiaire
L’émergence du commissaire indépendant, détaché des institutions muséales, et travaillant au contrat ou à la tâche, est relativement récente dans l’histoire des mondes de l’art. On prête en règle générale à Harald Szeemann (1933-2005) l’invention de ce rôle à la fin des années 1960, avec la définition toute personnelle qu’il lui a donnée, celle, précisément, d’un créateur ou d’un auteur d’expositions2. La montée qui a suivi de la figure du commissaire est le corollaire de la sortie progressive de l’art hors des musées et de la multiplication des lieux d’exposition d’art contemporain, privés surtout mais aussi publics, ainsi que de la croissance extraordinaire du nombre d’artistes, d’étudiants et d’amateurs d’art.
Les commissaires ont aussi bénéficié de la crise d’identité de la profession de conservateur qui a vu en effet ses tâches se complexifier et se déspécialiser, inclure un ensemble de missions nouvelles allant de la gestion à l’animation des publics en passant par la promotion auprès de la presse et de la critique3. Avec les produits de l’art contemporain, les conservateurs de musée sont soumis à un réseau d’obligations et de tensions nouvelles. Cette évolution – ainsi que la multiplication parallèle des musées dans de nombreux secteurs non artistiques comme l’ethnographie et les arts populaires – a brouillé les frontières entre les métiers du musée d’art et ceux des autres lieux d’exposition. Elle a finalement rapproché le rôle du conservateur d’institution de celui du commissaire détaché. Les commissaires ont enfin profité d’une transformation de la mission des grands musées d’art, décidés à partir des années 1980 à détecter d’eux-mêmes les tendances fortes du marché de l’art contemporain, comme ce fut le cas en France4. Il n’y avait pas alors dans ce pays de spécialité d’art contemporain (avant 1990) dans les concours de conservateur de musée : la plupart des commissaires du domaine étaient pas conséquent d’anciens critiques ou des animateurs de lieux culturels. Cette absence de conservateurs compétents dans les musées sert encore, dans de nombreux pays, à légitimer le commissariat externe, de même par ailleurs que la tendance gestionnaire à la diminution des effectifs de conservateurs dans certaines institutions muséales publiques.
Balbutiements d’une profession
Si la profession de conservateur, née avec les musées il y a un peu plus de deux siècles, est encore aujourd’hui « adolescente »5 celle de commissaire en est donc à ses balbutiements. Malgré la recrudescence nationale et internationale, depuis quelques années, de formations nouvelles aux « métiers de l’exposition » et aux fonctions de curator, aucun concours n’est parvenu à définir et à certifier à lui seul des qualités prétendument nécessaires à l’exercice légitime du métier. Aucune institution d’enseignement ne peut se prévaloir d’avoir introduit en la matière un standard reconnu par tous. Nulle règle professionnelle commune n’est venue non plus limiter la pratique du commissariat, notamment – comme dans le cas des conservateurs – l’accumulation des fonctions, le fait de pouvoir occuper simultanément plusieurs autres places dans la chaîne de production artistique, notamment celles de l’artiste, du critique, du journaliste ou du collectionneur. Les métiers d’intermédiaires dans l’art sont en effet souvent interchangeables6. Tout le monde ou presque peut donc devenir, en théorie du moins, commissaire d’exposition. Le métier commence à peine à inventer des modes propres de régulation, plus ou moins indépendants des modes de sélection et de production des compétences d’autres métiers du monde de l’art. À sa manière, ce site entend y contribuer, au moins à l’échelle française, en proposant un recensement partiel des professionnels, une « académie informelle », comme le font, pour les mêmes raisons, d’autres sites depuis quelques années dans le domaine de la critique d’art7.
Parce qu’il n’est pas encore institutionnalisé, le métier de commissaire apparaît donc souvent comme un espace de possibilités quasi-vierges et, pour certain(e)s, il représente un nouvel eldorado. Des carrières entières peuvent y être accomplies sur la foi du seul bouche-à-oreille et avec pour viatique principal une forme essentiellement charismatique de légitimité. Cependant, comme dans tous les autres métiers de création et loin des mythologies des communautés de vocation ou d’aspiration, il s’agit d’un monde extrêmement stratifié dont les divisions verticales sont soigneusement déniées par les protagonistes eux-mêmes. Une grande différence existe d’abord entre celles et ceux pour qui le commissariat est la principale activité professionnelle et les autres. Ce partage explique en partie les différences de notoriété à l’intérieur du monde du commissariat d’art. Les autres facteurs essentiels de structuration de cet univers professionnel tiennent aux portées géographique (nationale ou internationale et, à l’intérieur de cette dernière catégorie de protagonistes, continentale ou mondiale), disciplinaire (un ou plusieurs secteurs artistiques, une ou plusieurs périodes historiques de l’art contemporain) et économique (privée ou publique) de l’activité.
Dans la pratique, les commissaires ne sont pas seulement, ni nécessairement, des personnalités charismatiques. Ce sont souvent des critiques d’art qui détiennent une accréditation scolaire minimale, prenant aujourd’hui le plus souvent la forme d’un diplôme de l’enseignement supérieur. L’histoire de l’art, la littérature, la philosophie, la sémiologie, sont probablement les disciplines les plus représentées parmi ces diplômes. Mais la côte des disciplines dans le monde professionnel de l’art est elle-même changeante : il n’est plus rare de voir des diplômés d’économie, de gestion, aussi bien que de jeunes artistes issus des écoles d’art, comme d’ailleurs des artistes plus confirmés, se lancer dans le métier, carnet d’adresses à la main. Et l’essor de cursus de formations ou de programmes d’expositions centrés exclusivement sur la question du lien social ou communautaire, autrement dit sur une politique affaiblie, témoigne sans aucun doute de la pénétration de plus en plus grande de formes abâtardies des sciences humaines dans les cursus suivis par les ex-futurs-commissaires des générations récentes8.
Styles de commissariat et modes de formation
En effet, les manières d’exercer le métier découlent souvent des habitudes et des dispositions acquises lors de ces quelques années de formation. Plus fondamentalement, elles renvoient à une polarité ancienne au sein du monde des connaisseurs, de l’expertise, du commerce et de la critique artistiques. Depuis le XVIIè siècle une attitude littéraire et une attitude savante, souvent issue de l’histoire de l’art, s’y opposent. Et ces deux styles d’approches des œuvres et des artistes entrent à leur tour en conflit avec une attitude esthète, elle aussi tendue entre un pôle subjectiviste – valorisant le goût singulier – et un pôle objectiviste, attaché notamment aux techniques et à la matérialité des œuvres9. Il serait possible de déduire de ce schéma quatre figures du commissariat d’art contemporain, correspondant aujourd’hui à quatre dominantes dans les formations disciplinaires : le lettré littéraire, l’historien érudit, l’écrivain de goût et le théoricien plasticien. Ce sont bien sûr des types idéaux qui n’empêchent aucunement les hybridations ni les oscillations. Mais les prises de position dans la querelle régulière autour de la définition du commissaire comme auteur d’exposition et, plus généralement, autour des conceptions de la relation entre commissaires et artistes, peuvent mieux se comprendre à partir d’une telle typologie. Stratégies de mise en récit littéraire ou de mise en perspective historique, stratégies d’affirmation du moi ou de défense théorique : dans tous ces cas de figure, les œuvres et les artistes risquent d’être relégués vers un rôle d’illustration ou alors d’être simplement négligés.
Face à ces postures qui ont longtemps prévalu dans la pratique du commissariat plusieurs attitudes nouvelles sont apparues depuis quelques années qui inversent ou simplement dissimulent le rapport structural de domination symbolique du commissaire vis-à-vis des artistes : stratégies d’effacement qui laissent exclusivement parler les artistes ou d’autres professionnels (le plus souvent des universitaires, à qui l’on prête d’apporter à tort ou à raison un surcroît de légitimité) ; stratégies d’écho, où le discours d’escorte se présente comme une création, une théorie, un (méta-)récit, une œuvre d’art à part entière, parallèle aux œuvres d’artistes et entendant même parfois avoir été provoquée par elles. Dans ces deux derniers exemples, le discours des catalogues tend à se détacher des œuvres, de leur contenu comme de leur contexte : prétexte et paratexte, il sert désormais de divertissement éventuel au milieu de l’iconographie. Quarante ans après les coups de force de Szeemann, en vieillissant et en se diversifiant, la profession de commissaire tend ainsi à abriter une grande variété d’esthétiques de l’exposition et de politiques de la relation aux artistes. Il reste cependant remarquable que les querelles ayant pour enjeu la définition de la fonction de commissaire tournent presque exclusivement autour de cette question de la représentation des artistes, laissant dans l’ombre d’autres principes de légitimité potentielle de l’activité.
Les grandeurs du métier
Un peu de sémantique historique comparée renseignerait peut-être aussi sur les polarités effectives de la fonction. Pour la langue française, est d’abord « commissaire » un délégué du gouvernement ou du peuple (juge, député, technicien, haut fonctionnaire), le membre d’une commission spécialisée ou bien un fonctionnaire, un titulaire d’une charge permanente, comme le commissaire de police bien sûr. Mais le commissaire d’exposition est sans doute plus proche du commissaire d’un bal ou d’une fête, de « celui qui est chargé d’organiser la fête et de veiller à son déroulement. » Autrement dit, le commissaire est à la fois un émissaire, un représentant et un animateur. Émissaire et représentant de qui ? Des artistes, du public, des critiques, des historiens de l’art, des collectionneurs, des commanditaires d’exposition ? La question reste entière et c’est autour d’elle que se font querelles existant au sein de la profession afin d’imposer sa définition du métier et les grandeurs de référence, les ordres de justifications les plus pertinents dans le choix des œuvres ou l’accrochage des expositions.
Le « commissaire » tient aussi du commis11, cet employé de boutique chargé de la vente et des tâches manuelles, tandis que son alter ego mobile, le commis-voyageur, se déplace « pour vendre des marchandises auprès de la clientèle »12. Étymologiquement du moins, le commissariat d’art a donc aussi partie liée avec le classement, le rangement d’objets exposés au regard et le commerce. À tout cela s’ajoutent les fonctions traditionnelles de restauration, de soin et de conservation que véhicule le terme anglo-américain de curator qui domine aujourd’hui la scène internationale de l’art. Ce terme vient d’ailleurs du nom français « curateur » qui désigne une personne « commise » pour administrer les biens d’une autre personne ou protéger ses intérêts. Là encore, l’étymologie porte avec elle la question de l’origine exacte de ces intérêts dont le « curateur » est mandataire, une question qui laisse la porte ouverte aux controverses.
Curieux délégué, en définitive, que ce commissaire, dont nul ne sait très bien – même pas toujours lui-même – qui il représente et qui l’envoie. De là la somme des tensions vécues dans la pratique ordinaire du métier entre des exigences contradictoires, à commencer par celles des artistes et des commanditaires. Dans cet agencement, le commissaire peut facilement se transformer en petite balle de ping-pong prête à passer d’une promesse à une autre, d’une demande à un refus, sans jamais pouvoir imposer une ligne qui soit autre chose qu’un compromis entre des lignes parallèles et parfois adverses imposées par autrui. De là aussi, par conséquent, ses envolées égotistes et cette sur-affirmation du moi, sentimental ou savant, affectif ou rationaliste, dans le discours surtout, qui vient compenser l’impuissance ressentie dans le processus et le montage d’exposition.
Celles et ceux qui sortent indemnes ou renforcés de telles épreuves verront s’inverser les rapports vis-à-vis d’eux. Les commissaires qui ont le plus de succès participent alors de la production de la valeur esthétique et économique des œuvres. Ils fournissent des critères plus ou moins provisoires de découpe et de hiérarchisation à l’intérieur d’une population d’œuvres et d’artistes de plus en plus nombreuse. La parole des commissaires de renom est en effet performative, elle fait littéralement exister des artistes et des œuvres. On peut comparer leur activité à celle de la prêtrise auprès d’un public plus ou moins profane ignorant des prophéties en cours, à celle d’un conseiller financier vis-à-vis de collectionneurs ou de conservateurs de musée répartissant les « risques » qu’ils prennent en formant des « portefeuilles » d’artistes, ou bien encore à celle de l’agent ou de l’impresario faisant et défaisant les carrières d’artistes sélectionnés comme des jeunes pousses13. Toutes ces métaphores peuvent êtres employées : le modèle de référence pour l’analyse de la fonction dépend au fond du type de groupes auquel on associe le travail de représentation du commissaire, lui-même variable selon le type d’exposition.
Le commissaire et les réseaux
L’essentiel est peut-être aujourd’hui ailleurs : pas dans la contribution avérée des commissaires à la création de valeur esthétique et économique, mais dans leur rôle dans une création de second ordre, celle de dispositifs collectifs plus ou moins stables de valorisation. Avec le développement rapide de la profession, le monde des arts rejoint lentement en effet, dans ses mécanismes de fonctionnement, celui du spectacle vivant, du cinéma et de la musique. D’une part, les ténors du métier reçoivent des émoluments de stars quasi-hollywoodiennes pour servir de conseillers lorsque ouvrent, ici ou là dans les pays émergents, des musées d’art contemporain et des collections nouvelles en quête de légitimité. Plus important, une logique d’« appariement sélectif » domine à cause de leur intervention, ce qui signifie que, suivant les montages d’exposition ou de projets, les galeries, les musées, les collectionneurs, les commissaires tendent à s’associer suivant la place qu’ils occupent dans la hiérarchie propre de leur domaine (les réputations les plus hautes d’une fonction attirant irrémédiablement les réputations homologues dans une autre fonction) : ce sont de véritables équipes ou écuries segmentées en divisions, comme dans le sport, qui sont ainsi réunies autour des grands noms de la sélection d’artistes et chaque exposition tend à devenir aussi complexe qu’un générique de film. L’économie artistique peut bien être décrite aujourd’hui comme « économie des singularités » et former à cause de cela le paradigme d’une partie croissante des marchés de biens et de services14 ; elle fonctionne plutôt comme une économie des singularités collectives. Les commissaires sont la pierre de touche de ces ensembles fragiles.
La productivité inhérente à leur fonction tend ainsi à se déplacer hors-texte, hors scénographie aussi, dans la capacité à nouer et dénouer des collectifs plus ou moins éphémères autour des lieux d’exposition, eux-mêmes associés en réseaux ou en itinéraires. Parce que rien ne garantit les frontières du territoire professionnel des commissaires, parce que les stratégies antérieures d’autorat et d’autorité, de surplomb ou de création parallèle, sont aujourd’hui contestées par les artistes, le commissaire est comme condamné à faire la preuve de sa nécessité ailleurs. L’aptitude à produire des discours, des histoires, des récits, des fictions, des thêmatisations, ne lui suffit plus et n’est même plus pré-requise pour se lancer dans le métier. Nul doute, dans ce contexte, que la capacité à créer et recréer des assemblages sociaux, à voyager et à les faire voyager, à les animer, à les faire valoir auprès des diverses fractions du public, à les mettre en abyme dans l’exposition même (comme c’est de plus en plus souvent le cas) continue à s’imposer comme la disposition créative seule capable de légitimer et d’autonomiser le métier, s’il doit l’être un jour. Le programme de l’esthétique relationnelle n’était rien d’autre au fond que ce constat élevé au rang de manifeste artistique, écrit par un commissaire au nom des artistes. Ces derniers ont appris depuis à revendiquer une aptitude comparable, à constituer des réseaux et à en jouer. La lutte entre commissaires et artistes continue donc, sur le terrain de la pratique du commissariat maintenant, plus que sur le lieu même d’exposition et autour de la construction de son sens, et ce d’autant plus que le nombre de jeunes artistes ayant des difficultés d’accéder en tant qu’artiste au monde de l’art ne cesse d’augmenter. Ainsi, le commissaire auteur ou créateur d’exposition à la Szeeman, le commissaire à thèse, renverra-t-il probablement de plus en plus, pour la jeune génération artistique, à une figure du passé. Place est déjà faite à l’exposant créateur, artiste, écrivain ou théoricien, et, derrière lui, surtout, au commissaire au carré ne représentant plus personne d’autre que lui-même et sa capacité de fédération : place, autrement dit, à l’exposant d’expositions. Faut-il s’en réjouir ? Rien ne saurait l’imposer…
 
1 Un autre exemple des querelles autour de la notion, diversement interprétée, d’auteur d’exposition, pourra être consulté dans Christophe Kihm, « Auteur d’exposition : l’accrocheur accroché », Art Press, octobre 2003, 294, p. 89.
2 Nathalie Heinich, Harald Szeemann, un cas singulier, entretien, Paris, L’Echoppe, 1995.
3 Nathalie Heinich, « Conservateurs de musée », Encyclopaedia Universalis, Edition électronique, 2005.
4 Raymonde Moulin, L’artiste, l’institution et le marché, Paris, Flammarion, 1992.
5 Nathalie Heinich, « Conservateurs de musée », Encyclopaedia Universalis, Edition électronique, 2005.
6 Raymonde Moulin, op. cit., p. 212.
7 Voir par exemple la « base des critiques d’art » des
Archives de la critique d’art
8 Pour une confirmation à partir d’une enquête ethnographique auprès des curators « stars » de l’art contemporain formés avant l’existence de programmes de formation spécifiques aux métiers de l’exposition, il faudra se référer au travail en cours de Sophie K. Acord dont un aperçu a été donné lors de la communication suivante, « The Curator as Sociologist : Bridging the Gap Between Sociology and the Exhibition of Contemporary Art », ISA World Congress, Durban, 2006.
9 Nathalie Heinich, Du peintre à l’artiste. Artisans et académiciens à l’âge classique, Paris, Minuit, 1993.
10 Trésor de la langue française, version électronique.
11 Jean-Philippe Uzel, « Le commissaire d’exposition : artiste ou commis ? » dans Pratiquer l’histoire de l’art, Montréal, Université du Québec, 1998, p. 60-63.
12 Ibid.
13 Dans le cas français des F.R.A.C., Yves Michaud, l’un des premiers à avoir dénoncé l’identification du commissaire fonctionnaire à l’auteur d’exposition, décrivait ce dernier comme un « apparatchik cool ». Cf. Yves Michaud, L’artiste et les commissaires, Nîmes, Jacqueline Chambon, 1989.
14 Lucien Karpik, L’économie des singularités, Paris, Gallimard, 2007.

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