viernes, 16 de abril de 2010

Roland Barthes: Escritores, intelectuales, profesores.

Reporte de lectura



Roland Barthes: Escritores, intelectuales, profesores.


Manuel de Jesús Velázquez Torres

Número de cuenta: 166775-A

Maestría en Estudios de Arte

Universidad Iberoamericana

Enero 2010


En este texto, Barthes afirma que existe una relación fundamental entre la enseñanza y la palabra, (toda la enseñanza ha surgido a partir de la retórica) pero existen hoy diferentes razonamientos sobre esto: una crisis política de la enseñanza, un cuestionamiento sobre la palabra vacía (por parte del psicoanálisis lacaniano) y una oposición entre palabra y escritura.

El profesor se inclina hacia la palabra, mientras el escritor es todo operador del lenguaje escrito y, en medio está el intelectual que imprime y publica su palabra.

La palabra es irreversible, no se puede corregir, sin decir que se va a corregir. Paradójicamente la palabra es efímera, es el balbuceo, el correctivo y perfectivo. Sólo podemos hacernos entender si al hablar imprimimos cierta velocidad. Lo que equivale a decir que la lengua es como una naturaleza que se desliza enteramente a través de la palabra.

Para el enseñante es importante ser consciente del uso de la palabra, que le impone el papel de autoridad, por lo que se le exige la claridad, pues la ley se produce no en lo que dice, sino en el hecho de que hable. Hablar es ejercer una voluntad de poder.

Por otro lado, Barthes afirma que el resumen es la negación de la escritura.

Ante la idea del profesor como autoridad, Barthes plantea que delante de los educandos el profesor es psicoanalizado, pues es el que se expone frente al Otro (que tiene aspecto de no hablar).

Entre enseñante y enseñado existe un contrato imaginario, en el cual el profesor exige al enseñado que le acepte en cualquiera de sus roles (autoridad, benevolencia, protesta, saber…); que lleve más lejos sus ideas, que lo amplíe; que se deje seducir y que le permita cumplir con el contrato que él tiene con la sociedad. Por otro lado el enseñado pide al enseñante que le conduzca a una integración profesional; que cumpla con el papel del profesor (autoridad, transmisión de saber…); que le transmita los secretos de una técnica; que sea un gurú; que sea portavoz de una causa; que le admita en complicidad; que les garantice una tesis y que firme matrículas, certificado, etc.

Barthes, también se pregunta en este texto ¿Qué es la investigación? Y afirma que la investigación es en sí mismo la escritura, busque lo que busque, su naturaleza es el lenguaje y esto hace inevitable la escritura, como un elemento crítico, progresivo, insatisfecho y productor. El papel histórico de la investigación es enseñar al sabio que está hablando.

La enseñanza también puede evaluarse en términos de la paradoja pues está basada en un sistema que exige correcciones, traslaciones, aperturas y negaciones; así se evita la inmovilidad y se entra en la cadena de los discursos, en el progreso de la discursividad.

Ante el método, afirma que hay quien habla del método con glotonería, con exigencia, para éstos el método se convierte en ley, por lo que están condenados a la frustración, al imponerse solamente un meta-lenguaje: todo ha pasado al método a la escritura no le queda nada. Por tanto, es importante tener en cuenta que todo trabajo de investigación tiene que responder a las siguientes exigencias: el trabajo debe desenmascarar las implicaciones de un procedimiento, las coartadas de un lenguaje; debe constituir una crítica (que significa poner en crisis); para esto el método es importante porque permite una conciencia de un lenguaje que no se olvida de sí mismo. Ante esto se exige la escritura como un espacio de dispersión del deseo, en el que la ley ha sido eliminada, por lo que en cierto momento hay que volverse contra el método, o por lo menos, tratarlo sin los privilegios del fundamento, pues es el texto el único verdadero resultado de la investigación.

En este ensayo, Barthes también analiza algunos asuntos relacionados con la enseñanza, como las preguntas, el estar de pie y el tuteo. En cuanto a las preguntas afirma que en algunos momentos se convierten, no en la expresión de una carencia, sino la aserción de una plenitud, como una agresión al orador (interrogatorio).

Finalmente, Barthes afirma que la violencia está siempre en el lenguaje, y por lo mismo hay que poner entre paréntesis los signos que la pertenecen y conseguir una economía de retórica: sin que la violencia quede absorbida por el código de la violencia. Esto permitiría dejar en suspenso o retrasar los roles de la palabra. La reunión en torno a la palabra debería intentar lograr esta suspensión. Así, esta flotación no destruiría nada; se contentaría con desorientar a la ley; las necesidades de la promoción, las obligaciones del oficio, los imperativos del saber, el prestigio del método y la crítica ideológica… todo seguiría ahí pero flotando.
Reporte de lectura


Eloísa Uribe: La ciudad que conoció, o vestido de casaca y peluca blanca.


Manuel de Jesús Velázquez Torres

Número de cuenta: 166775-A

Maestría en Estudios de Arte

Universidad Iberoamericana

Enero 2010



Eloísa Uribe narra una crónica muy agradable a partir de presentar los intereses políticos y estéticos durante el Virreinato, en el contexto de la Real Academia de San Carlos. Considero que éste texto es una excelente oportunidad para descubrir más acerca de la vida de Tolsá en México. Así también, para conocer el sistema académico, económico y político de la Ciudad de México entre 1791 y 1803.

La crónica se divide en dos partes que se entrecruzan. La primera, aborda el tema de la vida cotidiana de la Nueva España, su organización y el papel primordial de los virreyes. Siguiendo esta misma línea, la segunda parte se enfoca en la vida de Tolsá durante su estancia en México y el caso específico de la creación de la escultura ecuestre dedicada a Carlos IV (la estatua del Caballito) la cual, dentro de la estructura cultural de la Nueva España, es de suma importancia para la comprensión de este periodo.


Reporte de lectura


Elisa García Barragán: La ciudad republicana, siglo XIX.


Manuel de Jesús Velázquez Torres

Número de cuenta: 166775-A

Maestría en Estudios de Arte

Universidad Iberoamericana

Enero 2010

Elisa García Barragán, en esta crónica señala como a partir de la Independencia y con la emergencia de los proyectos republicanos una nueva organización política administrativa apuntalaría los cambios arquitectónicos en la Nueva España. Tendencia que se consolidaría a mediados del siglo XIX, cuya expresión más significativa fueron: la escultura de Carlos IV, la plaza del mercado el Volador (1844), el teatro de Santa Anna (1844) y la Avenida de los Hombres Ilustres (1852).

Sin embargo la verdadera transformación de la Ciudad de México se inicio realmente después de la Reforma, con las leyes que afectaron al clero (1861). De 1856 a 1861, los reformadores demolieron varios conventos (San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, San Fernando, La Merced…). Así, las Leyes de Reforma permitieron una distinción urbanística del México de la colonia al republicano.

El siglo XIX, trajo consigo varias décadas de inestabilidad política y económica: la independencia de México, el primer imperio mexicano gobernado por el consumador de la independencia Agustín de Iturbide y luego una débil república que vio su momento más lamentable cuando en 1847 fue ocupada por el ejército estadounidense.

Posteriormente, tras luchas entre grupos conservadores y liberales, se dio la llegada del Archiduque Maximiliano de Habsburgo y Carlota Amalia de Bélgica estableciéndose de esa manera el segundo imperio mexicano. Este segundo imperio mexicano tuvo una breve duración pero una gran trascendencia para el desarrollo de la Ciudad de México, ya que en este periodo se traza el Paseo del Emperador (también llamado de la Emperatriz), el actual Paseo de la Reforma, para comunicar el Castillo de Chapultepec con el Centro Histórico, asentándose de esta manera la primera avenida que sería eje para el futuro desarrollo de la Ciudad de México y que causo gran admiración por lo insólito de sus dimensiones: cincuenta y cinco metros de ancho.

Así el siglo XIX con sus cambios políticos y económicos permitió la llegada de nuevas ideas de urbanismo para la ciudad.

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