ARTE COMO PROYECTO
Algunas preguntas sobre los orígenes y el destino del arte
Omar Gasca
Todos hablamos del arte, pero pocos sabemos lo que significa. Este problema tiene múltiples raíces; entre ellas las supuestas originales relaciones entre el arte y la belleza.
En el pasado uno de los más importantes méritos de la obra artística era su valor decorativo, por esta asociación llegó a interpretarse la relación arte-belleza como una necesaria conexión, y se creyó que existía una ineludible vínculo conceptual entre belleza y arte, de tal modo que una determinada producción no sería reconocida como “artística” si formalmente no fuera estimada como “bella”.
Este problema, seguiría siéndolo, incluso en el caso de que nosotros conociéramos los estatutos de lo bello.
Hoy nos gusta decir que tantos y por tanto tiempo han intentado definir la belleza, que ese mismo hecho prueba la inutilidad de hacerlo, que la belleza como cosa en sí misma no existe. Sobre este punto Venturi afirma que “Cada artista digno de tal nombre posee un concepto individual de la belleza e identifica su concepto con su propia imaginación, de manera que para apreciar su sentido de belleza sólo tenemos que comprender su imaginación –que se revela en su obra- y algo que llamamos belleza –que no sabemos donde hallar”. Hoy sabemos que la belleza no es uno de los factores predominantes del arte, como quiera que sea, seguimos remitiendo la condición del arte a categorías de belleza y de gusto, estableciendo falsas relaciones de dependencia que nos mantiene alejados de los verdadero significados del arte.
Pero el problema del arte no se reduce a una confusión de categorías. El problema del arte es en sí mismo. Es consistir en un ejercicio humano en constante intento de definición; es hallarse muy por encima de las definiciones culturales, pero siempre cerca de ellas. Es ser, en este artista o en aquel, en esta obra o en otra, en épocas remotas o en la nuestra, un fenómeno difícilmente atrapable en su totalidad.
El problema se complica si nos decidimos a aceptar el arte como un fenómeno inaprensible, sólo porque hasta nuestros días no le hemos aprehendido. En el anhelo de dominar nuestro devenir está implícito el requisito de una visión acerca del pasado y de nuestras actuales circunstancias.
La concepción museística del arte que tenemos es un elemento muy distinto a lo que llamamos arte entre las sociedades primitivas. Han cambiado los propósitos, los medios y los resultados. Sin embargo, ambas producciones quedan comprendidas en este fenómeno permanente que denominamos arte.
Cuando afirmamos que el arte de las sociedades primitivas no se parece a las producciones artísticas más recientes, queremos decir que su intencionalidad es distinta. Mejor aún: queremos preguntar si su intencionalidad es distinta.
El nacimiento del arte continúa siendo un problema no explicado satisfactoriamente. Según Reinach, los orígenes del arte tendrían que explicarse con relación a la magia simpatética, favorecedora de un cierto control a distancia sobre la caza. Breuil llamaría la atención acerca del gran conocimiento que sobre anatomía animal tenían los pintores paleolíticos de la región francocantábrica. Este conocimiento resulta sorprendente, sobre todo si se piensa en la emergencia de este “fenómeno artístico” entre las penosas condiciones de la prehistoria, marcadas por constantes ensayos y fracasos.
Probablemente fueron individualidades las primeras que realizaron este arte y, sin embargo, produce, produce la impresión de haberse tratado de un fenómeno colectivo, de un asunto social.
La caza debió haber sido una de las principales preocupaciones del hombre primitivo, de tal modo que estableciera en torno a ella una relación de ausencia-deseo, y que éste deviniera en un sentimiento mágico que pretendía asociar la potencia con el acto. Esta idea acerca del arte primitivo explica la caverna como un santuario en el que se llevaría a cabo un ritual que explicase las representaciones parientales a los nuevos cazadores, así, quedarían iniciados en la caza y en el culto. Sin embargo, a partir de las investigaciones de Leroi-Gourhan, parece ser que los animales no eran representados simplemente por el deseo de la caza o para alejar los temores en torno a las acciones violentas y peligrosas que ella implicaba. Según esto, se trata pues de una simbología universal. Las representaciones animalísticas giran en torno a la reproducción, la fecundidad, la vida y su continuidad, todo lo cual, a nuestro juicio, no es más que la fragmentación de una preocupación integral que constituye el devenir.
Es bajo estas premisas que encuentro particularmente útil la pregunta por los orígenes del arte. El significado mágico de algunas de las obras no admite discusión y, sin embargo, no hay razones para pensar que todas las obras tuvieran este significado. Es posible que el arte naciera independientemente de la magia y que sólo con el tiempo haya podido asociarse a ella.
Desde la óptica de nuestros más comunes reduccionismos podríamos explicar los orígenes del arte en los mismos términos con que solemos explicar nuestras más recientes producciones; que el arte nace como una simple manifestación del hombre como individuo, estableciendo relaciones con el espectador por mera coincidencia y trascendiendo a un plano emocional exclusivamente de individuo, nunca de grupo o clase social; y finalmente, que el arte nace para testimoniar, resultando así la obra artística un documento histórico o social.
De los orígenes del arte a nuestros días, pasamos de la intuición al intento, del intento a la imitación, de la imitación a la depuración, de la depuración al perfeccionismo, del perfeccionismo a la particularización; pasamos de la forma al tema, del tema al contenido, del contenido al mensaje, y del mensaje al sentido; pasamos de la forma a la función; pasamos del ocio al servicio y del servicio a la venta y de la venta a la especulación; pasamos del individuo al grupo, del grupo a la sociedad y de la sociedad a la élite.
En estas condiciones que encuentro particularmente útil la pregunta por el destino del arte. En el marco de nuestras producciones más recientes es posible advertir dos tendencias del arte opuestas entre sí: por una parte, el arte que genera sus propias revoluciones; por otra, el arte al servicio de la revolución social. Ambas tendencias ponen de manifiesto la verdadera problemática del arte, es decir, su destino frecuentemente amenazado por los sistemas de consumo que convierten la obra de arte en mercancía.
Puestos en los extremos, evidentemente no ayudan a la supervivencia del arte los artistas que crean simples productos de consumo, sometidos a las leyes de la oferta y la demanda.
De aquí las preguntas: ¿a quién sirve el arte de hoy? ¿es el arte, efectivamente, como lo proclamaron los dadaístas un cadáver? ¿ha muerto el arte por no encontrar una causa digna a la cual servir?
El arte que imita formas características de otro momento artístico está muerto y lo está por la intrascendencia de su servicio. El arte es cultura y la cultura se hace cotidianamente.
El camino más fácil para la supervivencia económica del artista consiste en reiterar formas asimiladas incluso formas de pensamiento; recrear valores aceptados por el gran público, explicándose así que la producción artística se convierta también en una fórmula mercadológica sujeta a la problemática que todos los sistemas de consumo suponen: como satisfacer a los clientes para que sigan comprando esta marca, esta firma.
También se explica así el desconcierto y el escepticismo del público, ante el cual la producción artística sólo parece tener por objeto la venta y el halago a la vanidad del artista.
La dificultad de incluir el arte en una esfera cotidiana de valores es evidente, cuando tales valores han sido relegados en una época dominada por el pensar técnico.
Por menos propicio que parezca, el esquema de la sociedad industrial permite el concurso de un arte que quiera asumir la responsabilidad de servicio; un arte que observe analice, interprete, cree y permita la creación en torno al conjunto de actividades modestas que constituyen la vida cotidiana. Este es el campo en que puede proyectarse la actividad creadora, con un espíritu de servicio y no de subordinación, y a través de los recursos conceptuales, técnicos y formales de nuestra época. En síntesis, a través de un arte de vanguardia y un arte de investigación.
Pero no se entiende aquí “vanguardia” como la vanguardia histórica, sino como un arte progresivo, prospectivo, revolucionario.
Así concebida la vanguardia representa la ampliación de las posibilidades intelectuales y materiales del artista y de la sociedad, pero sobre todo el desarrollo de una conciencia reflexiva que complemente la conciencia intuitiva, natural, inherente al arte.
Antes de esta época, rara vez el arte se preguntó por su destino. Pero hoy el arte no es el mismo. Tampoco el hombre. Socialmente ambos evolucionaron de acuerdo a un esquema lineal paralelo que paulatina pero inexorablemente se fue separando. El arte estuvo alguna vez muy cerca del hombre. Hoy no lo está y que el pensar técnico domine nuestra época no significa que la técnica esté cerca del hombre, sino más bien que el hombre está subordinado a ella.
En este sentido, la pregunta por el destino del arte es la pregunta por muchos factores que constituyen la problemática de nuestro devenir, preocupación que gravita en torno al autor colectivo que constituye la sociedad humana.
Es posible que el arte naciera independientemente de la magia y que sólo con el tiempo haya podido asociarse a ella; es posible que el arte muera por no encontrar el camino para volver al hombre.
lunes, 8 de diciembre de 2008
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